Para transformar la realidad, dice el nuevo gobierno. Para controlar el abuso del poder, dicen los especialistas desde la academia, los órganos autónomos y la sociedad civil. Para que hable el pueblo, dice López Obrador. Para defender la Constitución y la separación de poderes, dicen los liberales.
Hay dos visiones alternativas del papel de la democracia en el proceso de cambio político que vive México. La visión del nuevo gobierno es que la democracia sirve para cambiar la realidad, desterrar privilegios y acabar con la corrupción y la desigualdad. Para esta visión, la acción de gobierno consiste en derribar obstáculos y marchar hacia el futuro sin distracciones. Las deliberaciones en los salones del Congreso, las críticas que hacen los medios de comunicación y los procesos de revisión constitucional parecen distractores, e incluso armas de quienes buscan que nada cambie.
En contraste, para los partidarios de la democracia liberal el objetivo central es el control del poder: no porque haya funcionado en el pasado –de hecho, la corrupción es resultado del abuso del poder en las últimas décadas– sino porque la apuesta de la transición a la democracia iniciada desde los años setenta fue justamente propiciar el pluralismo y controlar el poder del presidente, sea quien sea.
Si hubo un consenso para empujar una agenda reformista en materia democrática, fue que la hegemonía política del PRI y la concentración del poder en manos de una persona era la receta para el mal gobierno y la falta de libertades. Por eso buena parte de la lucha democrática desde la izquierda fue –por varias décadas–arrancarle pedazos de poder al Ejecutivo para generar contrapesos. Entre más débil el presidente, mejor la democracia, rezaba la creencia popular.
Hoy se presenta una paradoja: Morena ha ganado por la vía democrática una gran cantidad de cargos legislativos federales y locales, junto con la Presidencia de la República, que lo convierten en una nueva hegemonía política. Pero como toda hegemonía, esta contiene las semillas de su propia deformación: no hay poder bueno o malo, sino poder que sin regulación y controles se expande hasta gestar abuso y, eventualmente, la propia muerte de la democracia.
Para la visión liberal, evitar que la hegemonía socave los principios de pluralismo es uno de los objetivos centrales de la democracia en este momento de cambio político. Eso es, la democracia facilitó el triunfo contundente de López Obrador y es la misma democracia la que debe evitar que esa hegemonía socave las bases de la democracia.
Sin embargo, el Presidente percibe los intentos por contraponer su poder político como un intento de sabotaje. A quienes lo criticaron por el memorándum para desaplicar la reforma en materia educativa, por ejemplo, López Obrador los llamó conservadores hipócritas y les reprochó haber callado cuando se violentaban los derechos humanos.
López Obrador parte de una concepción moral de su gestión: como se concibe como un Presidente que habla en nombre del pueblo –que según sus dichos es bueno y sabio–, luego entonces las acciones presidenciales son inmunes al error o la mala fe. Si el Presidente actúa en nombre de la historia, no hay necesidad política de controlarlo: por el contrario, debemos liberarlo para que pueda caminar al futuro sin contratiempos.
La visión moralista de López Obrador contraviene el credo liberal de que siempre debemos sospechar de quien ejerce el poder: cualquier poder sin control se expande y acaba por ahogar a sus propios representados. No es una cantaleta neoliberal, sino fruto de reflexiones filosóficas y experiencias históricas de los últimos siglos.
Decía Madison en el siglo XVIII: “Si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del gobierno”. Pero como no existen los ángeles, luego entonces la mejor receta es controlar a quienes ejercen el poder.
Para que haya una discusión productiva sobre el papel de los contrapesos en el México de hoy, es necesario desmontar la creencia de que un presidente bondadoso no requiere controles; y dos, recordar una y otra vez que cualquier poder sin control es como el amor sin control: abusivo.