Por Luis Carlos Ugalde
Para transformar la realidad, dice el nuevo gobierno. Para
controlar el abuso del poder, dicen los especialistas desde la academia, los
órganos autónomos y la sociedad civil. Para que hable el pueblo, dice López
Obrador. Para defender la Constitución y la separación de poderes, dicen los
liberales.
Hay dos visiones alternativas del papel de la democracia en el
proceso de cambio político que vive México. La visión del nuevo gobierno es que
la democracia sirve para cambiar la realidad, desterrar privilegios y acabar
con la corrupción y la desigualdad. Para esta visión, la acción de gobierno
consiste en derribar obstáculos y marchar hacia el futuro sin distracciones.
Las deliberaciones en los salones del Congreso, las críticas que hacen los
medios de comunicación y los procesos de revisión constitucional parecen
distractores, e incluso armas de quienes buscan que nada cambie.
En contraste, para los partidarios de la democracia liberal el
objetivo central es el control del poder: no porque haya funcionado en el
pasado –de hecho, la corrupción es resultado del abuso del poder en las últimas
décadas– sino porque la apuesta de la transición a la democracia iniciada desde
los años setenta fue justamente propiciar el pluralismo y controlar el poder
del presidente, sea quien sea.
Si hubo un consenso para empujar una agenda reformista en
materia democrática, fue que la hegemonía política del PRI y la concentración
del poder en manos de una persona era la receta para el mal gobierno y la falta
de libertades. Por eso buena parte de la lucha democrática desde la izquierda
fue –por varias décadas–arrancarle pedazos de poder al Ejecutivo para generar
contrapesos. Entre más débil el presidente, mejor la democracia, rezaba la
creencia popular.
Hoy se presenta una paradoja: Morena ha ganado por la vía
democrática una gran cantidad de cargos legislativos federales y locales, junto
con la Presidencia de la República, que lo convierten en una nueva hegemonía
política. Pero como toda hegemonía, esta contiene las semillas de su propia
deformación: no hay poder bueno o malo, sino poder que sin regulación y
controles se expande hasta gestar abuso y, eventualmente, la propia muerte de
la democracia.
Para la visión liberal, evitar que la hegemonía socave los
principios de pluralismo es uno de los objetivos centrales de la democracia en
este momento de cambio político. Eso es, la democracia facilitó el triunfo
contundente de López Obrador y es la misma democracia la que debe evitar que
esa hegemonía socave las bases de la democracia.
Sin embargo, el Presidente percibe los intentos por contraponer
su poder político como un intento de sabotaje. A quienes lo criticaron por el
memorándum para desaplicar la reforma en materia educativa, por ejemplo, López
Obrador los llamó conservadores hipócritas y les reprochó haber callado cuando
se violentaban los derechos humanos.
López Obrador parte de una concepción moral de su gestión: como
se concibe como un Presidente que habla en nombre del pueblo –que según sus
dichos es bueno y sabio–, luego entonces las acciones presidenciales son
inmunes al error o la mala fe. Si el Presidente actúa en nombre de la historia,
no hay necesidad política de controlarlo: por el contrario, debemos liberarlo
para que pueda caminar al futuro sin contratiempos.
La visión moralista de López Obrador contraviene el credo
liberal de que siempre debemos sospechar de quien ejerce el poder: cualquier
poder sin control se expande y acaba por ahogar a sus propios representados. No
es una cantaleta neoliberal, sino fruto de reflexiones filosóficas y
experiencias históricas de los últimos siglos.
Decía Madison en el siglo XVIII: “Si los hombres fuesen ángeles,
el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres,
saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del
gobierno”. Pero como no existen los ángeles, luego entonces la mejor receta es
controlar a quienes ejercen el poder.
Para que haya una discusión
productiva sobre el papel de los contrapesos en el México de hoy, es necesario
desmontar la creencia de que un presidente bondadoso no requiere controles; y
dos, recordar una y otra vez que cualquier poder sin control es como el amor
sin control: abusivo.