La Revista

Yo también soy un salvaje

Manuel Triay Peniche
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Por Manuel Triay Peniche

Y la turba enardecida cogió al delincuente y lo golpeó hasta quitarle la vida. Una acción recurrente en varios puntos del país, donde grupos de salvajes se hacen justicia por mano propia. La violencia, no cabe duda, no puede ser repelida con más violencia. Dios nuestro Señor derramó su sangre para enseñarnos el camino de la paz y del perdón, y nuestras leyes condenan esos actos vandálicos deleznables y prevén severos castigos para quienes incurran en ellos.

Ambos, Iglesia y Gobierno, condenan sin ambages a quienes toman la justicia en mano propia. Nada fuera de la Ley, nadie por encima de ella. Cualquier sociedad civilizada o que se precie de serlo debe condenar a voz en cuello la justicia en mano propia. No tengo duda y estoy consciente que pensar o actuar en sentido contrario llevaría a este mundo a un caos no imaginado ni por Dante Alighieri en La Divina Comedia.
Sin embargo, y ante ese panorama, yo me pregunto y te pregunto Señor, Jesús, ¿qué puede llevar a esas turbas enardecidas a cometer un acto tan execrable como lo es privar de la vida a su prójimo? ¿Qué será aquello que libera el salvajismo que muchos llevamos dentro, pero ocultamos con toda la fuerza de nuestra cultura, nuestros sentimientos y nuestra razón? ¿Por qué, Señor, en aquellos momentos no imperan en esos salvajes ni tu doctrina ni la Ley de los hombres?

¿De verdad, Señor Jesús, debemos condenar aquella actitud en que se manifiesta la bestialidad del hombre? ¿O acaso no consideras que en ocasiones debía de privar el “ojo por ojo, y diente por diente”?

Estoy seguro que tú perdonarías a cualquiera, Señor, pero te confieso que yo no me siento con fuerzas para condenar a esos salvajes y quizá yo mismo me veo reflejado en ellos. No los aplaudo, porque me eduqué en tu doctrina y me formé en un marco legal, pero yo no puedo juzgarlos y pido a quien me escuche que tampoco lo haga si no se ha estado cinco minutos en los zapatos de aquellos.

Lo siento, Señor, pero no me creo capaz de cumplir tus mandamientos. ¿Qué yo ame a mi prójimo? ¿A cuál quieres que yo ame? ¿A quien privó de la vida a Felipe, lo cortó en pedazos y tiró sus despojos? ¿A quien debió aplicar la ley, representante tuyo, y lo dejó libre para que siga esparciendo por el mundo su maldad? Estoy confundido, Señor, ya me perdí, no entiendo quiénes son los salvajes, si los que se hacen justicia por mano propia o los que no la imparten.

Tú me enseñaste, Señor, que toda autoridad proviene de Dios (Romanos 13:1, sexto libro del Nuevo Testamento) pero aún así, siendo obra tuya, me niego a manifestarles mi respeto porque, en el mejor de los casos, son unos ignorantes, incapaces e irresponsables y, en el peor, unos corruptos manchados con sangre inocente, capaces de cualquier felonía.

Ayúdame, Señor, a entender de qué lado están los salvajes, si de quienes tienen la obligación de impartir la Justicia y no la ejercen, o de quienes, perdida toda esperanza, sin voz, ni haber, ni heredad, y marginados por tu Iglesia y por la sociedad, no hallan otro camino para protegerse y siguen los pasos de Caín.

Yo no aplaudo a las turbas enardecidas, pero tampoco las condeno. Me pongo en sus zapatos porque seguramente habrán sufrido robos, violaciones y asesinatos y ya están cansados de quienes tienen el poder divino y humano y no castiguen a los delincuentes o, peor aún, por ignorancia o por dos pesos los dejan en libertad, los libran de sus condenas y les abren las puertas para que sigan asesinando y cercenando al prójimo.
Perdón, Señor, pero tú me hiciste humano.

Manuel Triay Peniche
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