Rubén Martínez
forma más terrible de su historia en 1629. Quedó, como dijo un anónimo poeta de entonces: En septiembre de ese año llovió tanto, que la ciudad se anegó en los barrios en tres días y poco después subió tanto el agua, incluso en el centro, que tuvieron que cerrarse las iglesias y los comercios…”.
El escritor uruguayo Mario Benedetti, nos regala en su libro La tregua, una postal en la vida de Martín Santomé y Laura Avellaneda, personajes del texto antes citado, “Llovió a baldes, después del mediodía. Estuvimos veinte minutos en una esquina, esperando que llegara la calma, mirando desalentadamente a la gente que corría. Pero nos estábamos enfriando sin remedio…conseguir un taxi era una especie de imposible…corrimos también nosotros como enloquecidos y llegamos al apartamento en tres empapados minutos”.
El historiador Francisco de la Maza, en su escrito arriba citado, refiere al padre Alonso Franco, cronista de la orden de los dominicos, describe: “Las canoas sirvieron de todo y fue el remedio y medio con que se negociaban y trajinaba y así, en breves días, concurrieron a México infinidad de canoas y remeros. Las calles y plazas estaban llenas de estos barcos y ellos sirvieron de todo cuando hay imaginable para la provisión de una gran república”.
El doctor de la Maza, concluye, “Cinco años duró la inundación, que parece inconcebible, hasta 1634 y, de 20 mil familias españolas y criollas, quedaron 400”.
A la letra de la composición El Aguacero de la inspiración de Tomás Méndez, tomamos un párrafo, “Las primeras gotas fueron las de un fuerte chaparrón las que al caer en mi sombrero alegran mi corazón”.