Por Laura Mapi
Y así entendí, que todos somos indispensables. Hice una cosa común en tiempos de Covid, la mayor hazaña que uno logra estos días es ir al supermercado, comprar víveres y regresar sin paranoia a casa. Porque uno regresa sin saber si se contagio al escoger el segundo pimiento que tenía mejor color y que seguro otra señora ya había dejado porque selecciono uno menos verde. Se llega a la puerta, te bautizas en desinfectante con harto gel antibacterial y el rocío cae por todo el cuerpo, entras a casa y te bañas, y sales después de aquel ritual, como un alma sin pecados, renovada. Y así, cada vez que el hambre vuelve apretar y te faltan ingredientes para todo. Esa era mi mañana, mi turno.
Suena a ficción, pero me vi caminando entre pasillos, con la lista que ahora todos hacemos de manera metódica para que nada se nos olvide; discúlpenme, pero ¿qué hacíamos antes cuando no llevábamos listas y olvidábamos todo? ¿recorríamos alegres los pasillos una y otra vez? Porque no recuerdo haberme quejado, tampoco recuerdo haber tenido miedo de olvidar algo.
Me apresuré a comprar, tratando en cada pasillo de voltear a ver todos los anaqueles y cuando me sorprendí tocando los productos para ver cuál era la mejor opción, recordaba que debía soltarlo. Iba en un maratón, nadie se metía el pie, todos queríamos llegar a la meta (a la caja) cruzarla, pagar e irnos a casa. Lo más rápido posible.
Y lo logré. El carrito estaba lleno, bueno más o menos lleno, porque cuando se trata de gastar hoy en día en lo necesario, te das cuenta que el carrito ya no necesita rebozar. Cosas que antes metías, hoy ya no tiene sentido que se paguen. Y ahorras. Y te das cuenta de lo absurdo que eras para comprar. Y, además, innecesario. No tenías necesidad.
Y me formé en esas filas que hoy son más largas y con menos humanos, que tienen una marcada distancia y un sentido de un pesar recordatorio: Entre más lejos, mejor.
Era la tercera de aquella fila. Un señor bastante jovial, una señora mucho mayor con sobrepeso y seguía yo. El señor de muy buena complexión, apuró a pasar sus compras y nadie lo podía auxiliar, sin embargo; el cajero no soporto más la idea de no meter las manos para ayudarle a empacar y, pesé a todo sacrilegio del contacto más una risa con sabor a bondad, le ayudó a cargarlas en el carrito.
Ahí, en ese momento, aquello que es tan obvio, porque lo leemos todos los días, pero que nadie aprende hasta que lo experimenta. En ese instante entendí que en la naturaleza todo tiene un sentido, un lugar y un tiempo. Y que, así como en el cuerpo cada articulación nos conecta, así esa persona de la tercera edad (que seguro alguna vez pensamos que ya debería estar en casa, en lugar de guardar alimentos en nuestras bolsas), así cada profesión, cada jornalero, cada abogado y cada empacador. Cada ser, más humano que viejo, es por sobre todo, necesario.
Suspiré profundo. El señor tenía una fortaleza y astucia, que la segunda y tercera de la fila no tendríamos. Y me empecé a preocupar. Ya la fila era más larga y distante, porque siempre distante. ¿Cuánto tiempo estuvimos distantes y fuimos más seres que humanos? ¿O al revés?
El señor se fue agradecido con su nuevo reto cumplido. El mismo reto que todos nos hicimos al llegar; salir y rápido y no contagiados.
Llego el turno a la señora, con pecas rojizas tan lindas, esbozándome una sonrisa como disculpándose de ser menos ágil. Y de repente, se le cayeron unas latas, y nuevamente el cajero se salió de la caja, no podía ser menos amable, nadie nos enseño a ser menos amables a quienes tuvimos el apremio de ser humildemente educados, porque caigo en cuenta, que ahora no podemos ni siquiera ser decorosos unos entre otros, porque hay que distanciarnos 1.50 metros de lo que conocemos como la gentileza de ayudar al de al lado, al de enfrente y al de atrás. ¿Cómo se puede regresar a ser mal educado y desdeñoso?
El cuarto de la fila, un muchacho joven, empezó a ver con reojo negativo el circo que a la señora de pecas bonitas se le había desatado, porque seres indispensables hoy ya no están.
La señora volvió la mirada, me sonrió y le dije: ¿cuánta falta nos hacen, verdad? No era necesario que le dijera quiénes. Ella supo de inmediato y dijo: sí, mucha, yo acomodo todo mal, mientras que ellos meten la leche con el cereal, yo meto las manzanas con el jabón. Y reímos. Tan torpes las dos como sensibles.
La señora siguió metiendo todo, lo más rápido que pudo. Me la quedé viendo, por alguna razón ella sentía miedo de mi mirada y del chavo de atrás.
Me reí. Me ví en días anteriores al Covid, cuando iba al súper como un ser libre, y no como simple humano, también metía las cosas rápido, daba las monedas sobrantes al empacador y las gracias. Tenía que correr, ir a entrenar, a cocinar, a la lavandería, a la oficina. Siempre tenía que llegar a algún lado… De prisa.
Señora – dije en voz alta – ¡tarde usted todo lo que quiera!, haga las cosas con pausa, sin prisa, no tengo a ningún lugar que llegar más que a casa, y hoy el Covid, me ha dado todo el tiempo del mundo. No se apure.
¿Cuánto tiempo hemos estado viviendo de prisa?
Hoy todos tenemos la paciencia de esperar. Somos por naturaleza seres necesariamente humanos. Capaces de llevar en nosotros, únicamente lo necesario, pero sobre todo… Lo indispensable.