La Revista

Celebrando la vida

José Francisco Lopez Vargas
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Claroscuro, por: Francisco López Vargas.

Era mi primer día en esa redacción que tantos recuerdos me trae.

Ahí, en el costado izquierdo donde nos sentábamos los reporteros viendo al área de redactores de la sección nacional. Ahí estaban Pedro Sahuí y todos los responsables de la edición de la sección nacional del periódico.

Ese primer día entendí que era imposible no ver a quienes entraban y salían de esa redacción. Sentado ahí esa mañana, vi entrar, con su portafolio en mano, a un hombre delgado impecablemente vestido: un pantalón oscuro y su guayabera blanca. Fue mi primera vez respondiendo el saludo que siempre lo acompañaría al entrar ahí: Buenos días.

Don Carlos R. Menéndez Navarrete solía llegar mucho antes que los reporteros a la redacción del periódico. Nosotros llegábamos a las 9 de la mañana para salir a reportear a eso de las 10 una vez que recibíamos nuestras órdenes de trabajo. Volvíamos a escribir a eso de las 3 de la tarde y Don Carlos entonces cambiaba de su oficina privada en la biblioteca a su escritorio de madera, que había sido de su abuelo, en la redacción de frente a todos. Muchas noches me tocó hacer guardia y él se quedaba checando notas, releyendo reportajes u organizando el periódico del día siguiente.

En más de una noche me tocó recibir la llamada de Doña Berta Losa Ponce, su esposa, pidiéndome la comunicara con su esposo. Invariablemente, colgaba el teléfono y guardaba sus cosas para salir del periódico.

Muchas veces platiqué con él. Me llamaba a su escritorio para decirme si no consideraba poner en otro orden lo que había escrito. Me preguntaba qué había querido decir y me sugería cambiarlo dándome una explicación de qué palabra era más precisa, cuál detallaba o describía mejor lo que expresaba.

Me corrigió muchas veces con esa elegancia que da el conocimiento y la humildad. Siempre propio, siempre respetuoso: “Señor López”, me decía.

Vi entrar a su oficina a mucha gente, también vi llegar a platicar con él a muchos políticos, empresarios…

En esa redacción traté todos los días a Manuel Triay Peniche, el autor de mi ingreso al periódico; a Jorge Múñoz Menéndez, a Martiniano Alcocer Álvarez, a Gínder Peraza Kumán, Delmer Peraza Pacheco, a Eduardo Ochoa Guerrero, encargado de la sección Peninsular; a Gaspar López Poveda, responsable de la sección deportiva; al Güero Buenfil, a Jorge Álvarez  Rendón, a Gaspar Zapata León. Ahí conocí a Carlos Castillo Peraza, un gran charlista y a la postre presidente del PAN y candidato por ese partido a jefe de gobierno del entonces D.F. A Pilar Menéndez Rodríguez, en publicidad, hermana de Eduardo, quien fundó La Revista Peninsular que hoy dirige su hijo Rodrigo. Eduardo se convertiría con Liz Moisés en mis padrinos de boda.

En los años que trabajé en el Diario conocí a Marianela Aguilar Laviada, a María Teresa (Teté) Mézquita Méndez, Matilde Molina Madáhuar, a Elsie Cruz Ordaz, en la recepción; a Guadalupe Chay, responsable de Recursos Humanos; a Marco Rayo de León, jefe de Circulación; a Martín Elizondo Nathan, Antonio Puc Sabido, Hanzel Vargas Aguilar, Rudecindo Ferráez García, José Arenas Zamarripa, José Ortiz Martín, Fidel Interián, Délmer Peraza Quintal.

Una noche, cuando estaba por terminar para ir a casa, escuché: “Sr. López, podría venir, por favor” y de inmediato identifiqué que tenía que ir al único escritorio de madera que había en la redacción.

Me pidió me sentara y en ese tono pausado, moviendo sus piernas sin cesar, me dijo que la cobertura del certamen de las majas de América le había encantado, que fue un buen trabajo, que le gustó mucho el enfoque, las entrevistas y que me veía un buen futuro en el Diario.

Abrió su cajón derecho y empezó a llenar un cheque personal que me extendió diciéndome: este es un regalo por un buen trabajo, le felicito. Aturdido por lo inesperado del acto y el monto del cheque, fingí no quererlo y le dije que mi trabajo lo hacía con gusto y que siempre su conducción servía para pulirlo. Es suyo, me dijo, extendiéndome su mano.

Los momentos más pesados, que también los hubo, me llevaron a presentar mi renuncia hasta en dos ocasiones. Las diferencias con los jefes de redacción y la manera como me habían señalado errores me indignó y me hicieron sentir ofendido.

Ambas veces por la mañana, pedí a Maricela, su eterna secretaria, que me anunciara y sin demora entré a sentarme delante de él para exponerle el motivo por el que dejaba el periódico.

Me escuchó y la primera vez tomó la renuncia y la metió en su cajón diciéndome: Le entiendo, pero está usted muy exaltado. Así no se toman decisiones. Vaya usted a reportear y piénselo bien. En la tarde platicamos de nuevo.

La segunda fue por una discusión fuerte en la redacción, injusta según mi parecer, y entré de nuevo a pedirle hiciera efectiva la renuncia.

Me preguntó qué sucedió y una vez escuchadas mis razones me dio las suyas para hablar con la persona y pedirme que entendiera el valor que ella tenía para él en lo personal y para el periódico por su labor dentro de él. Espere, me pidió.

La definitiva no platiqué con él, ni siquiera me despedí. Sólo saqué mis cosas y me retiré.

Ya en el semanario Proceso acompañé a mi amigo Roberto Zamarripa que me pidió hiciera una cita con él para entrevistarlo. Es como Don Julio, Roberto, no da entrevistas, le dije.

Nos atendió en la redacción. Le recalcó que había aceptado verlo por la intermediación del que escribe pero que él no daba entrevistas, que él las hacía. Sin embargo, platicó con el actual director de Reforma, conversamos de muchos temas del momento, y habló de su relación con el periódico Por Esto!

“Cuando uno no quiere, dos no pelean”, le dijo a Zamarripa cuando éste le preguntó sobre el “enfrentamiento” con el matutino de su primo Mario Renato.

“Aquí sólo hemos hablado de ese medio en dos ocasiones, Sr. Zamarripa. Le dimos espacio el primer día que circuló y el día que dejó, por problemas internos, de publicarse. No encontrará usted una alusión a ese medio en otras ediciones del Diario. Aquí Francisco se lo puede confirmar”.

Después de esa ocasión lo vi un par de veces en la calle. Siempre atento contestó el saludo sonriendo.

De Don Carlos sólo tengo los mejores recuerdos: sus enseñanzas y sus aportaciones a mi vida profesional. El crecimiento profesional que tuve en su empresa y el prestigio de haber trabajado ahí fue imprescindible para abrirme muchas puertas.

Siendo tan distintos, mis dos maestros de periodismo –Don Julio Scherer es el otro- eran idénticos: defendían la verdad y su derecho a publicarla siempre, incomodase a quien fuera. Uno me enseñó la pulcritud de ser exigente y veraz, a cumplir horarios y a ser siempre honesto con uno mismo y con los demás. El otro me lo ratificó y me dio una libertad que siempre nos da las mejores enseñanzas. Ambos deben estar brindado en algún lugar del Universo. Yo brindo por ellos hasta que me toque el honor de volverlos a ver.

México y la Península de Yucatán no se entenderían si la aportación de ambos.

Celebremos su vida recordándolos.

José Francisco Lopez Vargas
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