Aunque debí suponerlo don Carlos, no todos recibieron bien lo que hemos platicado en este espacio, creen te ensalzo demasiado y que tu periódico no era tan honesto sobre todo en temas políticos. Desde luego sí influyen en mí los sentimientos pues soy humano y, la verdad, te debo todo lo que soy y tengo por la enorme paciencia que me tuviste, por tantas horas que me pasé sentado junto a tí en tu escritorio, pero lo platicado es verdad y tu lo sabes. Como diría tu tío Mario: no es histórico, es cierto.
Cuando comencé a trabajar contigo había un personaje, un líder en ciernes: Víctor Cervera Pacheco. Lo conocí en su curul del Congreso del Estado, un jóven priísta, tan jóven que hasta falsificó un acta de nacimiento para alcanzar la edad mínima requerida; era bueno en su trabajo, presentó una o dos iniciativas a las que diste lugar en tu periódico y, como él y yo nos caímos bien, de alguna forma seguimos de cerca su carrera. ¿Si recuerdas que desde entonces hablamos de Cervera, verdad?
No nos detendremos en la campaña a la gubernatura de 1969, entre Víctor Correa Rachó y tu amigo Carlos Loret de Mola -asi te presumía porque trabajó contigo en el Diario- porque si he visto algo sucio en la vida ha sido esa campaña. Todo consta en las páginas del Diario, bueno no todo, algunas cosas eran internas y, obvio, no las publicamos pero si calaron fuertemente en mí.
Recuerdas la noche de la pistola, ¡como te odié en ese momento don Carlos!, pero te juro que se me pasó pronto y me sirvió de lección. Sí, una noche ya tarde llegué al periódico, había acompañado ese día a Víctor Correa y él y su comitiva fueron atacados a trompadas y pedradas en un acto y, alguno de los panistas locales le advirtió que en el camino de regreso había un grupo adverso que los esperaba para emboscarlos.
Como los ataques a la comitiva eran el pan de cada día y había caído la noche, don Víctor resolvió que se quedaran a dormir en el pueblo, pero yo no acepté, dije que regresaba a Mérida, les pedí prestado un auto o una bicicleta para volver y don Víctor dijo no, que todos se quedaban. Yo repliqué: se quedará su comitiva, yo no soy parte de ella y me regresaré a escribir porque el Diario no puede quedarse sin información, si tengo que volver a pié así lo haré.
Recapacitó y me dijo: Bien, yo te llevo. El, su chofer y yo abordamos un auto pero, antes de subir, su jefe de campaña, Benito Rosel Isaac, me dio una pistola “por lo que pudiera ofrecerse”, y yo me la puse al cinto, como veía lo hacen los matones en las películas. No hubo necesidad de usarla, bendito Dios pues ni idea tenía de qué hacer con ella, y así me regresé al Diario.
Me senté en mi escritorio, puse la pistola a un lado y la cubrí con mi sombrero, pero la Ranita, como le apodamos a Roger Narváez Huchim, fue de curioso, levantó el sombrero y tomó la pistola en el momento que pasabas: ¿Qué es eso, de quién es? increpaste con un tono más que molesto. Me la dieron a mi regreso porque había el temor de una emboscada en el camino.
“Prefiero me digan que mi reportero murió en un ataque y no que mi reportero mató a alguien”. Sí, recuerdo perfectamente tus palabras y cómo me dolieron en ese momento. Es que no te imaginas todo cuanto pasó por mi mente en ese instante: si me matan tendrás un héroe y no un asesino, habrá suficiente material para días, meses y quizá años para restregarle en la cara al gobierno, etc, etc. Me estabas diciendo: te prefiero muerto. “Que poca”, me dije. En ese momento, sólo sentía coraje y odio hacia tí.
Y ¿sabes? parece que te estoy viendo, sí, ya sé, 50 años después dirías lo mismo. En eso no cambiarás nunca, así que mejor le paramos porque yo sigo pensando lo mismo de tí, lo mismo de aquel momento de aquella noche. Y el tema de don Cervera no lo tocamos. No importa, la platicamos cuando se me pase el coraje. Bye, saludos a mi amigo Dios.