La Revista

El maíz y el trigo, granos sagrados y primigenios

Ariel Aviles Marin
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En el Popol Vuh, libro sagrado de los mayas, está consignada en una rica y maravillosa narrativa, la concepción de esta cultura madre sobre el origen del hombre. Los viejos Dioses del Panteón Maya, cómo sucedió en otras culturas de la antigüedad, hicieron otras creaciones previas, antes de lograr su objetivo final, la creación del hombre. Los antiguos quichés, nos narran con vivo lenguaje las primeras creaciones, o los intentos fallidos para, al fin, lograr a un hombre que supiera reconocer y agradecer el sagrado proceso de creación de los hermanos gemelos y divinos, Tepeu y Gucumatz. Cuenta la tradición quiché, que antes de lograr al hombre tal y como lo conocemos, los dioses hicieron unos intentos fallidos. Estos intentos previos, al causar la decepción de los seres sagrados, los obligaron a destruir su propia creación.

Primero, moldearon una masa hecha con frijol, y le dieron vida; pero para decepción de los sagrados padres, el ser que de esta creación había surgido, no tenía vigor; era dulce, pero carecía de la energía necesaria para hacer las tareas propias de su ser. Con decepción y pena, los dioses acabaron con el bladeque ser de frijol. Sin perder entusiasmo, Tepeu y Gucumatz, vuelven a la acción; ahora conciben el proyecto de hacer un hombre de madera, llevan a cabo esta nueva acción, y una gran decepción vuelve a golpear sus sentimientos. El hombre de madrea es torpe y cruel; no tan solo no reconoce y agradece a sus creadores, sino que, con sus duros y torpes actos, daña a otros seres vivos y a toda la naturaleza en general. Con indignación y furia, los seres sagrados ponen fin a la fallida creatura y para ello usan el terrible diluvio; el ser de dura madera, perece ahogado entre las violentas aguas.

Después de larga y profunda reflexión, los gemelos divinos retoman su proyecto. Tepeu y Gucumatz, pasan varias noches en vela, acompañan sus profundas meditaciones quemando entre sus labios hojas de tabaco en apretados rollos macizos. Al fin, sus meditaciones encuentran la respuesta buscada ansiosamente, y vuelven sus miradas sobre el blanco grano del maíz; pero hay algo más, han decidido poner algo de sí mismos en la nueva creación; la blanca masa del grano será enriquecida con la sangre de sus miembros viriles. Nada más profundo y sagrado que, el rojo líquido manado de los miembros que poseen la capacidad de dar la vida, sean los que aporten en la creación del hombre. Cuatro animales de los montes de la región son llamados para ayudar en el proceso: El gato de monte, el coyote, la cotorra  y el cuervo. Los cuatro animales guiaron a los gemelos a la sagrada tierra de Paxil y a la de Cayalá, y ahí encontraron mazorcas amarillas y mazorcas blancas, en el sagrado alimento encontraron la que habría de entrar a ser la carne del cuerpo del hombre. Con duras y agudas espinas, los gemelos horadaron sus miembros viriles, y la roja y sagrada sangre de vida bañó la masa para formar al hombre. Así, de los granos del maíz, surgió al fin la creatura esperada, el hombre, nacido del maíz.

La sensible y maravillosa narración del libro sagrado de los mayas, nos da noticia de por qué existe esta relación sagrada entre el hombre de estas tierras y los granos de maíz. El maíz, por muchos siglos, ha sido y sigue siendo la base de la alimentación de los pueblos de Meso América, su cultivo y recolecta ha significado la diferencia entre la vida y la muerte de estos pueblos. Hay un símbolo blanco y redondo que es como una aureola de unión entre nuestros pueblos originarios, la blanca circunferencia de la tortilla de maíz. Las activas manos de nuestras hacendosas mujeres, deslizan sus agiles dedos sobre la blanca masa del maíz, para dar vida a la delgada y rica tortilla “que es el alimento de todos nosotros” (Antonio Mediz Bolio). Ya conformada, la tortilla es expuesta al sagrado proceso de cocción, sobre la hirviente superficie del tradicional comal, del cual sale ya purificada y lista para saciar el hambre de nuestra gente. Compartir las tortillas, extraídas amorosamente del obscuro vientre del lec, es una liturgia sagrada para compartir el pan y la sal entre los hombres.

A la llegada de los hombres blancos y barbados, de allende los mares, vino con ellos otro grano sagrado de la humanidad: El trigo. El rubio y dorado grano que nace de las espigas que se mecen con el aire a las orillas de los ríos primigenios como el Tigris, el Éufrates, y sobre todo el gran Nilo, vino a poner nuevos panoramas a la epopeya de la alimentación de nuestros pueblos. El trigo, y con él el pan, “no sólo el que era símbolo de algo, sino el de miga y cáscara, el pan nuestro de cada día” (Mario Benedetti), toma patente de naturalización en nuestras tierras, y pasa a ocupar un lugar preponderante en la vida popular de nuestras tierras. Su esencia se vuelve tan entrañable, que lleva al poeta a cantar: “El santo olor de la panadería” (Ramón López Velarde), como un aroma de identidad que hermana a nuestros pueblos. Si los delgados dedos se deslizan sobre la superficie de la banqueta, para dar vida a la tortilla, las fuertes manos de nuestros panaderos, golpean y amasan con vigor, para dar de comer a los hogares más humildes, así como a las mesas más elegantes y sofisticadas.

El blanco maíz y el rubio trigo, tomados de la mano, marchan juntos escribiendo la vida diaria de los pueblos del mundo, en un himno de amor y de hermandad.

*Las ilustraciones que acompañan este texto son de Salvador Peña L.

Mérida, Yuc., a 7 de agosto de 2020.

 

Ariel Aviles Marin
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