El presidente de Argentina, Javier Milei, ha mostrado un cambio notable en su maniobra internacional al acercarse tanto a Donald J. Trump como a China, al mismo tiempo que su gobierno explora nuevos marcos comerciales con terceros actores —lo que marca una redefinición de su política exterior.
Aunque en su campaña Milei había prometido una ruptura firme con “países comunistas” como China y Rusia, y se mostraba alineado a Estados Unidos. Sin embargo, durante su mandato comenzó a reconocer a China como “un socio comercial muy interesante” que “no exige nada y solo pide que no lo molesten”.
Ese aparente cambio de postura ha ido acompañado de gestos diplomáticos concretos: Argentina renovó con China un mecanismo de financiamiento (el “swap”) hasta 2026, lo que permite asegurar reservas; además, en distintos foros internacionales Milei ha buscado normalizar relaciones comerciales con Beijing.
Pero el vínculo con Estados Unidos no se ha debilitado. Por el contrario, el gobierno ha negociado con Washington un marco que facilite el acceso recíproco a mercados y atraiga inversiones norteamericanas. Esta estrategia apunta a posicionar a Argentina como un puente entre Occidente y otras potencias, equilibrando intereses económicos y geopolíticos.
Este viraje pragmático —abandonando retóricas ideológicas tan rígidas— podría tener consecuencias profundas para la economía argentina: por un lado abre puertas comerciales y financieras; por otro, reconfigura alianzas tradicionales y genera incertidumbre en sectores que veían con recelo un acercamiento a potencias no occidentales.
Mientras tanto, la administración de Milei reafirma que su prioridad es atraer capital extranjero y estabilizar la economía nacional, sin cerrar la puerta a China ni a Estados Unidos, lo que sugiere un modelo más flexible de inserción internacional.


