Algo más que palabras, por: Víctor Corcoba Herrero
Cuando todo parece derrumbarse por el odio y la crueldad, nos queda ese último anhelo, el del acuerdo conciliatorio, en miras al acercamiento entre análogos; todo ello, mediante un nuevo proceder más responsable y menos indiferente. Urge entonces entenderse, reavivar otras actitudes y expresiones más afectivas. Por desgracia, se acrecientan los discursos que matan. Vienen cargados de intolerancia, de exclusión e indiferencia. En ocasiones, una mera voz hiere más profundamente que el acero. Porque erosiona la esencia misma de la palabra, el cauce del corazón, distorsionando vínculos y valores compartidos. Desde luego, debiéramos aprender a sentir otros horizontes más sensibles en nuestros andares por la vida. El respeto por los derechos humanos, sin discriminación por motivos de raza, sexo, idioma o religión, tenemos que hacerlo abecedario universal en todo ámbito viviente. Esto se logra a través de liderazgos valientes, capaces de contrarrestar esta plaga discriminatoria que nos acorrala por cualquier rincón del planeta.
Las corrientes alimentadas por el rencor jamás florecen ni dan buenos frutos. Por eso, es menester apostar por un nuevo modo de obrar más auténtico y desprendido. La ciudadanía necesita intensificar otras lenguas más comprensivas. Ya está bien de fanatismos extremistas. Lo que se requiere son hálitos de concordia para defender la estética que nos une a una sola familia humana. No podemos ser islas. Necesitamos unir latidos para reunir fuerzas y trabajar juntos en un flamante resurgir, donde nadie domine sobre nadie; y, sin embargo, coopere de forma activa en la apertura de ese mundo nuevo, en el que sus moradores trabajen conjuntamente para que se haga realidad, de una vez y para siempre, ese espíritu reconciliador, amable y ético. La superioridad no es de ningún ser humano. Quizás nos convenga recordar, que todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Por tanto, cualquier método de supremacía es socialmente ilícito y amenazador para la convivencia.
Por consiguiente, no podemos continuar deshumanizándonos, encendiendo el fuego de la brutalidad o acelerando lenguajes que nos repelen, en lugar de aproximarnos unos a otros. Tampoco hemos de proseguir pasivos y no abordar la profundización de esta inhumanidad que nos acorrala, a la que hay que sumarle con la crisis del COVID-19, la polarización social y las tremendas desigualdades generadas, que de no aminorarse desembocarán en más conflictos y en inútiles batallas. Sea como fuere, nunca es tarde para renacer de las cenizas, de esta situación de muerte y enfrentamientos, incluso por muy animosas que sean las habladurías, las calumnias o la difamación. Hace tiempo que debimos comprometernos, con haber roto las cadenas malévolas que reproducen más venganza, o las de la violencia que igualmente generan más choque de rabia. En cualquier caso, todos estamos obligados a dejar un cosmos más habitable que el recibido. De no hacerlo, las injusticias continuaran corriendo por el astro; y, las huellas dejadas por las lágrimas, acabarán ahogándonos el propio latir que todos portamos.
El porvenir es nuestro. De ahí, lo fundamental que es intensificar un nuevo modo de comportarse, diciendo no a la desesperanza y sí al deber de construir un hogar único, que sepa mirar al pasado, para poder reconstruir un futuro más armónico. Ojalá no caigamos en el vacío y tomemos las riendas de un hacer más consciente y responsable. Únicamente nos queda tomar la orientación adecuada y hacerlo en corporación. Sin duda, no hay mejor alimento que dar aliento permanente, que atenuar el sufrimiento de los demás, que dignificar a nuestros semejantes, que forjar un nuevo sentimiento que de sentido a nuestro paso, certeza a ese pulso que nos hace ser más del sol que de los nubarrones. Desde luego, nuestro orbe interconectado no sólo por las redes sociales, sino también por una tierra habitable, tampoco podemos abandonarla a la barbarie del resentimiento, reclama más que en otras épocas la colaboración de todos para garantizar cuando menos esa quietud que el cuerpo nos pide y que el alma añora. Seamos, pues, instrumentos de paz; ¡nunca de guerra! Esta nos destroza la esperanza y además nos consume toda la energía vital del ensueño. Mejoremos, en consecuencia, la historia del linaje. A todos nos corresponde contribuir en la hazaña, pongamos amor en ello.