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El anacronismo y la excentricidad en la obra del Greco

Aída López Sosa
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Cultura, por: Aida María López Sosa.

“La pintura es
moderadora de todo lo que se ve, y si 
yo pudiera
expresar con palabras lo que es el ver del 
pintor, la vista
parecería como una cosa extraña por 
lo que concierne a
muchas facultades”. 
 Vitruvio

“Fui
al Prado buscando a Velázquez y me encontré con El Greco”
exclamó
dos siglos después el impresionista francés Édouard Manet (1832-1883), cuando en
una vista de estudio al museo, por su inclinación hacia la temática y
estilística española, quedó asombrado ante la magnificencia de la singular
técnica de Doménikos Theotokópoulos. Posterior de su estancia en Madrid, El
Greco (1541-1614) lo llevó a Toledo para continuar descubriendo su obra que
calificó como bizarre. Dos siglos
después de Manet, como estudiosa del arte, Diego Velázquez (1599- 1660) también
me remitió al Greco. Pareciera que el “Pintor de pintores” sevillano, tuviera
la eterna encomienda de redirigirnos con quien compartió el Siglo de Oro; el
primero inscrito en el barroco y el segundo en el manierismo.

La vida del Greco está
rodeada de mitos de principio a fin en consonancia con Creta donde nació, cuna
de Zeus e innumerables historias de reyes y dioses. Se desconoce en qué lugar
de la isla vio la luz por primera vez y dónde reposan sus restos finales,
asimismo los misterios a lo largo de sus setenta y tres años, larga vida en el
siglo XVII cuando el promedio de vida era de cuarenta. Especulaciones,
deducciones, silencios, suposiciones, leyendas, y algunos datos, han
establecido un perfil de la singularidad de su vida y su obra.

Reza el dicho que “nadie
es profeta en su tierra” y en el caso del Greco tampoco lo fue en tierra ajena,
frustración que afectó su ánima. Ilusionado viajó desde Florencia esperando
obtener la anuencia de Felipe II para establecerse como pintor de la Corte y
decorar el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. “El prudente” -Felipe
II-, le encargó dos obras: “El martirio de San Mauricio y la legión tebana” y “Adoración
del nombre de Jesús” o “El sueño de Felipe II”, ambas realizadas entre 1580 y
1582. Pareciera manifiesta cierta antipatía del Greco hacia el rey, al pintarlo
a punto de ser engullido en las fauces de un monstruo, que más que sueño podría
calificarse de pesadilla. Esta fue la primera y la última ocasión que el
artista piso El Escorial, el rey desaprobó las pinturas, debido a que no
inducían al fervor. Las bellas figuras masculinas despertaban sentimientos
alejados de la religión, apartándose de los cánones establecidos por el
Concilio de Trento, quienes en su apartado de arte religioso, estableció que este
tenía que hacer alusión a la historia sagrada, asimismo las imágenes debían de ser
propaganda al servicio de la fe, estimulando la piedad en lo fieles hasta
conmoverlos: más al ánimo, menos al intelecto.

Las figuras humanas, sin
duda, estaban alejadas de lo que requería el catolicismo. Durante su estancia
en Italia, influenciado por Miguel Ángel, pinto los cuerpos siguiendo el canon
clásico, en su período español las figuras adquirieron rasgos andróginos,
alargados; desproporción manierista para acentuar la expresividad. La serpentinata –furia del cuerpo- en
posiciones inestables, a veces absurdas, así como los escorzos audaces, pueden
apreciarse en Cristo en las distintas versiones de la “Crucifixión” (1597-1600).
El Greco consideraba el cuerpo esencial, mucho más importante que el paisaje y
el entorno, por ello sacrificaba su belleza a favor de la expresividad. El
único paisaje que pintó ausente de personajes fue “Toledo en una tormenta” (1596-1600)
que se encuentra en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, el único que hubiera
salvado Hemingway si se hubiera quemado el museo, según sus palabras. Con un
celaje místico, fantasmagórico y las licencias que se permitió en cuanto a la
distribución de los edificios y la luz, el óleo es considerado una rareza en el
periodo renacentista y manierista. Un homenaje a la tierra en la que vivió los
sinsabores y la gloria de sus creaciones en retablos y lienzos. Toledo sin
Toledo, el Toledo del Greco.

La belleza y finura de
las manos fueron protagonistas en su obra como en “El caballero de la mano en
el pecho”, que emuló Amedeo Modigliani en el retrato “Paul Alexandre”. Manos
expresivas que con sus posiciones nos hablan, a veces con frases cortas, interrogativas
o denotando serenidad entre quienes participan en la composición como en “El
martirio de San Mauricio y los legionarios Tebanos”. Figuras repetidas, rostros
y posiciones con angulosidades y deformaciones de las distintas partes del
cuerpo se pueden apreciar en los mismos
puntos de las extremidades y el dorso. Los ojos en la obra de El Greco también
son particulares: el ojo derecho redondo –ojo de búho- y el izquierdo
almendrado, siendo que la mirada del personaje sirve para conducir la mirada
del espectador.

El Greco arribó a los
veinte y seis años a Venecia cuando Creta era una colonia de la República de
Venecia, en busca de oportunidades que en la isla no encontraría. Entre los
supuestos se cree que en Creta ya se le consideraba un maestro por el monto de
venta de uno de sus cuadros. En Venecia
estuvo en el taller de Tiziano, favorito de la corte española y quien fuera su
carta de presentación al considerarlo, si no uno de sus discípulos, cuando
menos un empleado que adquirió la técnica aplicada en “El expolio” (1577-1579),
encargo de la catedral de Toledo. Para ello le otorgaron una reliquia -tan
apreciadas en la Edad Media- , un trozo de la túnica que llevaba Cristo en el
momento de la Pasión. La obra tiene una fusión de colores manieristas,
privilegiando los colores fríos, el agobio en el espacio, la luz intensa sobre
el personaje principal en contraste a los claroscuros de la composición. La
influencia de la pintura veneciana se aprecia en la soltura del pincel, la
utilización del óleo y el movimiento ascensional. Para desilusión del artista,
la obra no convenció al cabildo, argumentaron la inclusión de personajes que no
debían de estar en aquel momento, rostros por encima del nivel de Cristo, sin
sangre después de la flagelación, la ausencia de la corona de espinas y de gestos
escarnecidos.  

En sus pinturas
evangélicas, el cretense tenía una paleta para cada santo: San José, amarillo y
verde; La Virgen María, azul y rosa carmín; María Magdalena, rojo y anaranjado,
entre otros. Los personajes tienen luz propia. El Greco no dibujaba, alla prima irrumpía en el lienzo
fondeado de rosáceo, a través de veladuras dejaba pasar la luz e intensificaba
las sombras, creando experiencias estéticas poco valoradas en aquel entonces. Esta incomprensión lo llevó a problemas legales
por el costo de sus obras. Al verlas quienes se las encargaban no querían
respetar el precio pactado y frecuentemente se remitían a expertos tasadores,
siendo desfavorecido en la mayoría de la ocasiones.

Freud aseguraba que la
dualidad de sexo es enriquecedora para los artistas, ya que los dota de mayor
sensibilidad para aprehender la belleza, en este sentido se ha cuestionado la
preferencia sexual del Greco, a quien no se le conoció una pareja femenina y la
repentina existencia de un hijo, Jorge Manuel, quien siguió sus pasos
artísticos en la pintura, integrada a la arquitectura. Francisco Preboste lo
acompañó gran parte de su vida desde su paso por Italia. Compañero, discípulo,
testigo, representante, apoderado y criado, fueron algunas de las funciones que
desempeñó quien probablemente sostuvo algo más que una relación laboral con el
pintor, juntos se dedicaron a la educación del niño en ausencia de la madre de
la que se conoce únicamente un nombre, sin haber podido comprobar su
existencia. En tiempos de la Inquisición, Doménikos fue testigo frecuente de
autos de fe, esto lo condujo a una vida prudente y reservada, pero también
llena de especulaciones.

El Greco se hizo de
enemigos al calificar a Miguel Ángel de mal pintor: “Miguel Ángel pinta esculturas, yo pinto a Miguel Ángel”,
promulgaba abiertamente. Su paso por Venecia, Italia y Florencia lo dotaron de
un eclecticismo en la manera de representar a sus personajes, técnica atribuida
por sus críticos a un problema visual e incluso neurológico. La oportunidad que
esperaba para consagrarse llegó en 1586 cuando de la Iglesia de Santo Tomé,
recibió el encargo de una pintura con ciertas especificaciones en el contrato para
representar el momento del entierro de Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la
villa de Orgaz, fallecido en 1327. En “El entierro del señor de Orgaz”, el
Greco llevó al límite la estilización de las figuras, incorporó un cortejo
fúnebre anacrónico incluyendo personajes reconocidos de la actualidad, incluso
pintó a su hijo siendo niño en la singular comitiva, misma que flanqueaba a los
santos Agustín y Esteban que bajaron a sepultar al bienaventurado. No era la
primera vez que el Greco se permitía esas licencias que resultaron novedosas en
su tiempo. Fue a partir de esta pintura que los mecenas locales le hicieron
importantes encargos.

La extravagancia en el
arte del Greco se extendió a su vida, invirtió cuantiosos ducados en manjares,
músicos asalariados para que amenizaran su cotidianidad, así como para la
adquisición de 130 libros –extraño para la época-, entre los que destacaba la
obra completa de Homero. Aislado y solitario contó con los dedos de una mano a
los pocos amigos con los que se frecuentaba, por los mismos motivos no tuvo
discípulos y por ende no dejó una escuela. Investigadores que han intentado
desentrañar su vida, no han encontrado descendencia alguna en la isla de Creta.
Para avivar el misterio se desconoce dónde reposan sus restos finales.
Solamente su obra deja constancia de su existencia.

El tiempo, tan buen
amigo, le hizo justicia y en el siglo XX fue redescubierto. Complejo,
ambivalente, ambiguo, excéntrico, místico, inspirador, onírico, vio el mundo
desde su particular cosmovisión y así lo modeló. El Greco pintó su realidad, pintó
sus ensueños.

Aída López Sosa
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