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La leyenda del santo bebedor

Aída López Sosa
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Por: Aída María López Sosa. 

Todo
hombre que se respete a si mismo debería de emborracharse tal y como dicta la
vieja costumbre: a la menor provocación, y de preferencia en cualquier
ceremonia pública”.
Mark Twain

Los libros guardan caminos mágicos para
llegar al lector. No abundaré cómo llegó a mí “La leyenda del Santo Bebedor”
(1939) de un escritor por demás prolífico e imprescindible para conocer una
época cuando “futbolistas y boxeadores
eran la élite”
(mofa), sus costumbres, las guerras que se libraban y que
marcarían la historia de nuestro tiempo. Joseph Roth (1894-1939) calificado por
sus biógrafos como manirroto, codicioso, disoluto, informal, pobre y bebedor,
creó su leyenda que plasmó de manera autobiográfica en su última nouvelle, como si fuera su testamento.
En ella se burla con ironía de sí mismo con un sabor dulce-amargo como la
absenta que corría por su sangre y con la que vivió hasta sus cuarenta y cuatro
años.  

Hijo de judíos nacido en Galitzia -región
anexa al Imperio Austrohúngaro- vivió bajo el estigma de su raza. Se alistó en
el ejército austriaco durante la Primera Guerra Mundial y a la caída del
Imperio se exilió abandonado sus estudios de filosofía y literatura, dedicándose
al periodismo. Destacó como cronista en Polonia, Italia, Unión Soviética, entre
otros países. Fiel a su ideología de que la literatura es la sinceridad y la
única expresión verdadera de la vida, encontramos en sus textos la vida aciaga,
desventurada y alejada de sus raíces que marcaron su sentimiento de pérdida de
la patria.

Quizá el lector se formule la misma
pregunta que yo, ¿pueden haber santos bebedores? La palabra “Santo” en el
título de la novela es irónica como se puede constatar a medida que avanza la
lectura. Escrita de manera sencilla, libre de recursos literarios, sin
atmosferas ni paisajes y uno que otro viso de la época en la que se sitúa la
narración, el “Santo Bebedor” es un clochard,
un vagabundo que vive debajo de los muelles del río Sena cobijándose con
periódicos, esto después de estar dos años en la cárcel por asesinar a un
hombre. Sin entrar en detalles Roth nos presenta al astroso protagonista
Andreas Kartak y con quienes va interactuando hasta su deceso. Calles, bebidas,
antros, hoteles, bistrós, sin faltar las iglesias, son algunos de los sitios
que frecuenta este hombre sin oficio ni beneficio, pero a quien le sonríe la
Diosa Fortuna.

Historia de azar y destino es la de
Andreas. Siendo “Santo” no es quien realiza los milagros como se esperaría,
sino quien los recibe. La primera esperanza rumbo a la reivindicación es cuando
una tarde de primavera un hombre maduro, bien trajeado, recientemente convertido
al cristianismo, con la misión de ayudar a la regeneración de los indigentes,
le ofrece doscientos francos con la promesa de devolverlo en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles donde se
encuentra santa Teresa de Lisieux -Santa Teresita de Jesús-, quien lo
transformó después de leer su historia.  

El camino al infierno está lleno de buenas
intenciones y es precisamente lo que le sucede al “Santo Bebedor”, quien en
varias ocasiones intenta devolver el dinero, ya que él se califica como un
hombre de honor, pero “el Diablo Verde” o sea, la absenta, lo aparta del camino
y lo hace perder el dinero para saldar su deuda una y otra vez. Pero no es solo
la santísima bebida trinitaria de ajenjo, hinojo y anís que lo aparta del
camino del bien: la mujer por quien asesinó, una prostituta que se hace pasar por
bailarina de un casino de Cannes, un amigo trácala del antiguo trabajo, son
algunos de los personajes que distraen la buena voluntad del nefelibata.

En el bar ruso-armenio TariBari, ubicado en
la rue des Quatre Vents, Andreas
celebra su cumpleaños con un café arrosé
rhum
–con piquete, diríamos- y
una rebanada de pan con mantequilla, fecha azarosa derivada de recordar el día
de su nacimiento en jueves y de comprar un periódico fechado en jueves, coincidencia
suficiente para festejar y donde los milagros económicos surgirán al calor del
ron y la absenta tan codiciada por los artistas parisinos de principios del
siglo XX, como los pintores Picasso, Degas y Manet.

El clochard
describe a los personajes con sorna. El hombre que le ofrece trabajo: “Tenía los ojos brillantes, un rostro infantil,
rosado, y justo en el centro un bigote negro…gordo”
y la esposa de este
quien permanecía de pie, vestida de abrigo, guantes, sombrero, bolso y paraguas
“a pesar de que hubiera debido saber que
todavía permanecería en aquella casa todo el día y la noche e incluso el día
siguiente”. “De tiempo en tiempo la mujer se veía obligada a pintarse los
labios: Andreas lo comprendía muy bien, pues al fin y al cabo se trataba de una
dama “.

En la sucesión de hechos encadenados y azarosos,
Andreas asistió al cine, a tabernas en Montmartre con colegas del vino en las
alegres noches parisinas que “se
desplegaban
como un desierto sin
puntos de referencia”
, bistrós burgueses, recuerdos de mejores tiempos de
cuando llegó de Olschowice de la Silesia polaca a Francia para trabajar en las
minas de Quebecque y donde perpetró el asesinato del esposo de Caroline, de
quien se enamoró cuando estaba lozana y
apetecible”,
aunque a la luz del día y la sobriedad, a la postre la
descubriera envejecida, pálida, hinchada, “durmiendo
el sueño de las mujeres que envejecen”.

Kartak es un ser que se desconoce al mirarse
en el espejo de un restaurante por primera vez después de varios años, no recuerda
su fecha de nacimiento ni su apellido hasta que encuentra el permiso caduco que
lo llevó a Francia, momento que concientiza que es ilegal y puede ser expulsado
de París, sin embargo, ya cree en los milagros y en la suerte que lo ha cobijando
desde que recibió los primeros doscientos francos, “…era un milagro, y dentro del milagro no hay nada extraño”.  

Bien dijo Roth que la orfandad te da la
oportunidad de crear al progenitor y así lo hizo. Con la mitomanía que lo
caracterizaba contó diversas versiones de su padre, -por el apellido Roth
(rojo) se deduce que contaba con recursos para pagar por el apellido de un color,
ya que los judíos llevaban el del lugar de su nacimiento-, quien los abandonó a
su madre y a él antes de cumplir los dos años de edad. En La leyenda del Santo
Bebedor el protagonista tiene un sueño donde se manifiesta él mismo como el
padre: “Por qué no fuiste a verme el
domingo pasado” y la pequeña santa ofrecía el mismo aspecto que, muchos años
atrás, se había imaginado él para su propia hija. ¡Y eso que no tenía ninguna hija! En ese sueño
le contestó a Teresita: ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Has
olvidado que soy tu padre?

Si bien la nouvelle refiere las acciones de un alcohólico a quien doscientos
francos le devuelven el ánimo, la dignidad y el deseo de bañarse para volver a
disfrutar de la vida entre hoteles, bistrós y tabernas en compañía de mujeres y
amigos, además de desencadenar una sucesión de milagros que va normalizando “porque no hay nada a los que más fácilmente
se acostumbra una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos o
tres veces”
, la vida de Roth en similares circunstancias no tuvo el
desenlace feliz de su protagonista.

Los últimos años los vivió en hoteles,
alcoholizado, enfermo y lúcido, después de que su esposa fue internada por
esquizofrenia. A partir de las seis de la tarde una mesa del café Tournon en el
Barrio Latino era lugar de recepción de colegas, amigos y seguidores en tres
turnos hasta el amanecer. En esa misma mesa escribió  “La leyenda del Santo Bebedor”, profética,
publicada unos meses después de su muerte. En esa misma mesa comenzó su trágico
desenlace al enterarse del suicidio de su amigo el poeta judío Ernst Toller el
22 de mayo de 1939 en un hotel de Nueva York. Joseph Roth se colapsó, fue
internado en un hospital público, los médicos al ignorar su condición
alcohólica, le provocaron Delirium
Trémens
que cinco días después lo condujo a la muerte.

En esa simbiosis macabra entre la última
obra del autor y su muerte, bien podría ser el deceso de Roth el epílogo del
“Santo Bebedor” o un final alterno menos benevolente para Andreas, quien murió
en la sacristía de la iglesia creyendo que estaba frente a Santa Teresita, el último
milagro, exclamando: “Denos Dios a todos
nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”
, muerte en mucho alejada
de la belleza y la ligereza con la que expiró el escritor.

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