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Hipocresía

Jorge Valladares Sánchez
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Por: Jorge Valladares Sánchez.*

En Facebook y en Youtube: Dr. Jorge Valladares. 

Hipocresía
No tiene la culpa Andrés

Hace
ya un par de años compartí, en este amable espacio que nos brinda La Revista,
que al fin caí en cuenta de la veracidad de aquella frase: “Estaríamos Mejor
con López Obrador”, que a modo de consuelo propio y promesa (en su segundo
intento del sueño de ser Presidente) repetían con ahínco sus agentes promotores,
luego de haber perdido por menos del 1%.

Resultó
muy efectiva; por lo que la volvieron a usar en la siguiente campaña, como
hacen los súper creativos de ese quehacer, que nos refríen el naranja “na-na-na-na-ra”
o las tres falaces, recurrentes y únicas propuestas verdes para el congreso, al
ver que “pegan”. Sólo que para ese refrito, ya López y otros luchadores del
momento habían logrado que la ley electoral prohibiera ciertas prácticas
abusivas y anticipatorias, lo cual en ese momento sí importaba y se les
revirtió, así que tuvieron que ajustar a “Estaríamos Mejor… con Ya Sabes
Quién”; y, en efecto, todos sabíamos quién.

En
mi caso no fue lentitud, ni falta de atención, lo que me dilató creerle; sino
que tuve que ver cumplirse su deseo de ser electo Presidente y suceder su
realidad de no tener la menor intención de ejercerlo, a la par que la
desaparición de cualquier forma sensata de oposición, para entender que,
efectivamente, desde hace más de cuatro años México estaría mejor con López
Obrador, si aún fuera opositor.

Cualquier
otro/a aspirante o candidato estaría en mejores condiciones de capacidad para
gobernar para todo México y más deseoso de servir en ese rol dentro de lo legal
y lo moral para nuestra nación. Y no es que haya habido alguna gran opción en
esas contiendas, ni que la historia de México nos alcance para aspirar a algo “mejor”
(que significa más bueno que lo bueno); sino que el nivel de ensimismamiento de
Andrés rebasa todo pronóstico, toda sensatez y todo intento de poder llamarle
con propiedad Presidente de México por algo distinto a usar la silla principal
(significado literal de la palabra) y haber recibido de las autoridades
electorales y el Congreso papelitos que indican que en efecto, millones lo
querían allí y creyeron (y miles aún creen) que algo podría cambiar para bien.

Para
lo que sí ha resultado excelente es para consolidar lo que ya desde el siglo
pasado hacía bastante bien, y en estos años, con todos nuestros recursos a su
capricho y disposición, puede ejecutar a “nivel Dios”, como se dice ahora. ¡No!,
aunque también lo haga magistralmente, no me refiero a vivir bien sin trabajar
o producir nada; ni a usar los recursos de otros o de muchos a su gusto sin
rendir cuentas; ni a despedazar con palabras a quien sea; ni a negar realidades
por demás evidentes; ni a hacer creer que lo que se le ocurra decir es verdad,
sin presentar prueba alguna; ni a hablar solo, tenga a quien tenga enfrente; ni
a denigrar la labor de quien sea y señalar que no se necesita ciencia para
hacerlo, pues él con una ocurrencia lo resolvería; ni siquiera a disponer de
las estructuras, traicionar y apartar a cualquier persona o grupo cuando no le
den lo que pida.

A
lo que me refiero es a su indudable, permanente y asfixiante capacidad para
imponer la agenda, jerga y “narrativa” de lo político, social y mediático. Lo
hacía como candidato desde sus inicios, lo controla a cabalidad en este
sexenio. Con solo un par de horas de programa de lunes a viernes tiene a todos
los medios, opinantes y comentaristas enfocados en sus ocurrencias; sean aparentes
decisiones o simples alabanzas o acosos a quien sea. De hecho muchos programas
abiertos o en internet y publicaciones diversas giran exclusivamente en torno a
tales contenidos.

Tiene
a académicos, investigadores, especialistas e intelectuales listos a explicar,
corregir, suavizar, contextualizar o demostrar a favor o en contra cualquier
ocurrencia; sea sobre algo que realmente tiene continuidad en el hacer de las
instituciones o algo que se mencione de manera aislada, por su estado de ánimo.

Tiene
a la generalidad de la “opinión pública” dispuesta a publicar o responder a
diario comentarios en las diversas redes electrónicas a lo que sea que se diga
de la ocurrencia del día; con una pasión y certeza, en ambos sentidos, que ya
quisieran lograr de vez en cuando muchos publicistas y mercadólogos.

Tiene
a prácticamente todos los políticos perennes, a funcionarios de los distintos
ámbitos y localidades, a autoridades (excepto las que deberían resolver los
temas), a asociaciones civiles y destacados integrantes de diversos sectores pegados
a los temas, frases, insultos, disimulos, amenazas y promesas que repite o
juguetea según su estado de ánimo o la barbaridad ocurrida el día anterior en
algún lugar del país.

Que
30 millones (o 21 o 15 o los que sean) de compatriotas, que le creen o
simpatizan o se sienten efectivamente mejor que en cualquier otro sexenio por
la causa que sea, le consideren Presidente o valoren positivo sus haceres y
decires, o le justifiquen sus desatinos, o le sigan sus arengas, es perfectamente
entendible, respetable y lamentable.

Pero
que cualquier persona que no, o que con toda claridad piensa exactamente lo
contrario y desearía que esto jamás hubiera pasado, le dedique su tiempo y
emociones a alguien como él, sí requiere una explicación científica, social o
al menos consoladora o catártica, más allá de que “es el Presidente o es
nuestro México el que está destruyendo”.

Y
es que no es el primero que falla, traiciona, miente, infringe, dilapida,
evita, ignora, ofende, encubre, persigue, destruye, humilla o manipula. Decenas
lo han hecho en el pasado y podemos, con dificultades pero podemos, hallar
ejemplos de alguien que lo haya superado en esta o aquella de esas acciones
indeseables. Efectivamente no es como los anteriores, ha resultado, en global,
ser el peor de todos.

¿Cómo
puede tener tanto adepto entre la gente, tanto inepto sostenido a su servicio;
tanto efecto en la cotidianidad y tan perfecto dominio sobre cualquier otro
agente de la vida pública, a pesar de tanto defecto en el cumplimiento de la
función para la que fue electo?

Se
han ensayado, entre tanta atención que le brindamos, incipientes explicaciones
culturales, sociológicas, psicológicas, políticas y hasta musicales. Pero ni
avanzan a un punto de tener la base científica que las haga técnicamente
correctas, ni cumplen con la empírica predictibilidad para utilizarlas y
entender a cabalidad el espectro de ocurrencias a las que nos mantiene atentos.

Se
ha hablado de nuestra cultura o sociología, su mesianismo, su perfil, su eco en
la conciencia de nuestra gente frente a nuestra historia, su lenguaje, la
esperanza ofrecida, el hartazgo y el desamparo aprendido a nivel social.

Políticamente
ya cansa escuchar de su populismo, tiranía, modelos dictatoriales y exitoso uso
de la polarización, pasando por el real, pero acostumbrado, desapego de la
gente hacia cualquier opción política alternativa y la corrupción y torpeza
habitual de los partidos políticos y sus actores.

Psicológicamente
se han usado desde la torpe etiqueta de locura (en la personalidad) o la
idiotez (tanto en su sentido intelectual, como en su etimología griega y
romana), hasta categorías más evidentemente descriptivas como megalomanía,
narcisismo, agresividad, delirio,
paranoia, autoritarismo y bipolaridad, Y moralmente… soberbia, oportunismo,
mentira compulsiva, perversión, rencor…

Pero
ninguna explicación alcanza a cubrir un desempeño tan persistente, consistente,
estridente, inescrupuloso, inteligente, carismático, onmipresente y carente de
empatía o conciencia. Bueno, Chico Ché, sirve bastante, pero sigue faltando.

Hay
quien ha dicho con una obviedad que en otros terrenos es funcional: “deja de
ponerle atención, ya se le acabará el periodo, como a todos, y ocúpate de tus
temas para no estar haciendo bilis”. Hay quienes desde una postura más
propositiva han pedido que nos enfoquemos en señalar los temas relevantes y
exigir se atiendan; pero sus ocurrencias priman sobre cualquier llamado a
cumplir o exigencia de derechos o respuestas; y por supuesto, sobre cualquier
intento de poner un tema adicional en la agenda o llamar a una concordia entre
mexicanos/as para dejar de ser objeto de su “a favor o en contra” de “MI”
transformación, nombre con el que cree articular sus ocurrencias.

Tenemos
contados ejemplos de excepciones de periodistas que hayan insistido en
preguntarle y repreguntarle lo que no responde, de políticos que sepan capitalizar
socialmente sus fallos y mentiras, de funcionarios que hayan logrado contener
su forma de ignorar el derecho y los derechos, de grupos que hayan protestado
ante sus excesos, de afectados que le hayan enfrentado. Pero solo eso,
esporádicos casos, cuando ya empezábamos a creer en sexenios previos que
podíamos tener periodistas sagaces, defensores de derechos humanos, ecologistas
activos, políticos que rompían las formas, leyes que contralaran algunas casos
extremos de abusos y corruptelas, órganos autónomos y organizaciones de la
sociedad civil que avanzaban en sus causas.

Nos
sobran ejemplos semanales de funcionarios y poderes que se someten, de
corruptelas sin consecuencias, de gastos y desvíos grotescos, abusos dejados
pasar, de insultos tomados con timidez, respeto y/o tolerancia, de
incumplimientos que solo se convierten en memes, de violaciones al derecho que
quedan impunes… Y seguimos hablando de entenderle, de que escuche o reflexione,
de predecir lo que es capaz de hacer, de reclamar a “la oposición” sus
limitaciones y de esperar que “la ciudadanía” le juzgue, le contenga o le
cobre.

Aporto,
como punto de corte, sin pretender explicar ni resolver, la variable principal
que me sirve para organizar hoy todo esto y me da luz sobre la forma disponible
de reaccionar o accionar ante tanto: la Hipocresía. Característica central del
funcionamiento psicosocial de Andrés, del actuar del séquito que a su alrededor
ocupa una importante fracción de los puestos de gobierno y de una cantidad
considerable de agentes sociales.

Conceptualmente,
la hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los
que verdaderamente se tienen o experimentan. Algo que alguna vez o
frecuentemente puede haber realizado quien lee, quien escribe y cualquier
persona. Característica que, cuando se establece como un rasgo del
funcionamiento de una persona, pasa del engaño que logra en momentos iniciales
a la identificación de patrones por parte de la persona con funcionamiento
hipócrita.

La
falsedad de actitudes es el núcleo. Es decir una inconsistencia reiterada entre
lo que se piensa, dice, siente y hace. Se asienta sobre la rutina de resaltar
valores, acciones e ideas deseables y positivas, que se contrapone a conductas
que sólo están encaminadas a sus objetivos y se acompaña, hasta donde sea
posible, del intento de mantener convencidas de sus buenas intenciones a todas
las personas que no han descubierto su naturaleza hipócrita.

En
general, quien actúa con hipocresía sabe lo que está falseando, pero considera
que el fin justifica ese actuar y decir. En casos extremos, como el que nos
ocupa, puede llegar a establecerse como un auténtico rasgo de personalidad, en
el que se mantiene el equilibrio psicológico mediante la anulación de la
conciencia de esa ruptura entre las acciones, ideas, emociones y palabras. El
hipócrita patológico: se llega a creer a sí mismo, llega a pensar que es
congruente e íntegro, haga lo que haga. Otros mecanismos de defensa como la
departamentalización, la proyección, la negación o la racionalización ya no
bastan, y dejan de ser necesarios, la estructura psíquica declara que haga lo
que haga hay integridad y honestidad, y por supuesto bondad y grandeza.

Y
entonces, Andrés pudo protestar cumplir la Constitución y dedicarse a ignorarla
y pasar sobre ella. Puede afirmar que está transformando algo que sigue igual
en muchos aspectos o peor en otros varios. Puede celebrar que ya no hay
corrupción, ¡je! Puede reírse de las masacres. Puede decir que le “da mucho
gusto” no lograr imponer a un funcionario, o que alguna autoridad revierta
alguno de sus abusos o errores, o que no se levante a hacerle reverencia, y
explicar eso como un éxito propio. Puede declarar a su gobierno feminista y
descalificar, contener con lujo de fuerza y menospreciar a mujeres. Puede
insistir en que “primero los pobres”, mientras aumenta en millones su
proporción social. Puede decir que gobierna bien, mientras solo regala dinero y
ejerce caprichos. Puede hablar de separación de poderes cuando el Congreso le
pasa en minutos una iniciativa sin cambiarle una coma. Puede hablar de “corruptazos”
en el poder judicial que le corrige un acto autoritario o ilegal. Puede
absolver a quien él diga, aunque sea evidente su falta, y juzgar y condenar de
inmediato a quien se le oponga. Puede llamar transparencia a su soliloquio
mañanero y asegurar el mundo ideal impidiendo que funcione el INAI. Puede
seguir llamándose demócrata mientras controla abiertamente lo electoral y va
aniquilando las garantías democráticas. En fin, ya saben, para qué llenar esta
hoja de lo que vemos a diario. Puede eliminar lo que sea en nombre de la
corrupción reinante, no perseguir a nadie, no demostrarla, y tampoco explicar
el nuevo destino de los recursos que recaba en esos actos.

Cuando
nos toca observar en vez de actuar hipócritamente, tendemos a creer al
principio. La repetición, las señales incongruentes, los daños o el
descubrimiento de las traiciones nos hacen descubrir el engaño. Incluso podemos
justificarlo, porque “todos lo han hecho alguna vez”.

Pero
ante una personalidad dominada por este rasgo es difícil escapar entre dos
formas de reacción. Ambas están relacionadas con una forma psicológica de
funcionar que tenemos los seres humanos: evitar la disonancia cognoscitiva.
Usamos una parte importante de nuestra energía para que tenga sentido, o
francamente coincida, lo que vemos con lo que entendemos y sentimos de otros, y
lo que hacemos con lo que pensamos y sentimos nosotros mismos.

Si
es una persona que nos provoca afecto positivo o con la que tenemos una
relación de conveniencia tendemos a mirar sin ver o justificar y creer que es
positivo su actuar. En especial si es tan consistente y sus palabras suenan
justo a lo que queremos tener. Mantenemos la esperanza, la confianza y le
atribuimos a la realidad, a otras personas a nuestras expectativas la
incongruencia entre lo que vemos y lo que entendemos.

Si
es una persona por la que no tenemos afecto positivo o cuyas acciones nos
dañan, tendemos a visualizar o predecir el fin de su actuar dañino o el castigo
que recibirá; si llega, eso nos devuelve la tranquilidad y pasamos la página;
el problema es cuando ese actuar continua y se incrementa ante nuestra
impotencia. Buscamos entonces con las palabras y las reacciones emocionales o
conductas repetitivas controlar el efecto de tal amenaza, agravada por lo
horrible de la sensación de impotencia. Incluso podemos llegar al punto de
valorar positivamente un día de inacción o en el que el daño no sea dirigido a
uno; empezamos a alucinar con que va a entender, que va a cambiar, y a actuar
para ello en vez de contraatacar o apartarnos.

No
tiene la culpa Andrés, él sólo es como es. Bueno, desde una moral social sí,
pero en su moralidad personal “él está actuando bien”, tan bien como Juárez o
Madero y no es capaz de sentir culpa, ni otras cosas que muchas personas
sentimos ante lo que hacemos y daña. Él sólo está siendo él, en cada mañana,
por las horas que dure su soliloquio y en alguna otra ocurrencia del día.

Su
séquito sí tiene culpa, pues esa hipocresía personal de él, se ve complementada
por actuar hipócrita recurrente, al que estábamos acostumbrados en la
generalidad de los/as políticos, pero que ahora se ha hecho permanente e
incluso más descarado.

La
“oposición” sí tiene culpa, pero ¿en qué sexenio eso le ha importado a político
de oposición alguno/a? O ¿cuántos opositores poderosos podemos identificar en
nuestra historia? Algunas de las personas más identificables como opositores
son francos hipócritas habituales, aún si no llegan a los niveles de Andrés, y
es bien poco lo positivo que la ciudadanía puede esperar. Y muchos son ineptos.
Valiente caballada.

E
insisto, la ciudadanía no, no tiene la culpa. No se nos puede culpar de
funcionar como cultural y socialmente hemos funcionado por décadas, pues
nuestra capacidad de involucración y organización se encuentran en niveles
bajos para la cuestión política, a pesar de destacados ejemplos de
organizaciones ciudadanas que trabajan bien por sus causas particulares. La
ciudadanía ya pagó y paga cada día porque el Presidente, todos los
funcionarios/as e instituciones hagan bien lo que cobran (y muy caro) por
hacer; es deshonesto e inútil exigir a la ciudadanía que además tenga que dejar
de hacer lo necesario para vivir y se ocupe de ir a hacer que funcionarios y
políticos dejen de fallarnos.

Termino
parafraseando un dicho de esos que hemos ido superando: no tiene la culpa
Andrés, sino lo que estás viendo y no ves. Él sólo actúa como es y ejerce su
trabajo tan mal como miles de otros funcionarios; el problema es evidente: lo
dejamos ser Presidente. Y no hay en la ley, ni entre quienes cobran por ser oposición,
forma de controlar los efectos de su forma de ser, que se magnifican por tener
a su disposición todos nuestros recursos.

Así
que tenemos, como ciudadanía, sólo dos caminos:

– aguantar a que se renueve el juego en el
siguiente sexenio y pensarle un poco más al emitir nuestro voto; o

– ejercer o apoyar liderazgos que vean con
claridad y sean capaces de integrar ley, presión y colaboración para activar,
contener o enderezar algún punto que nos afecte personal, familiar o
comunitariamente.

———————————
*Jorge Valladares Sánchez
Papá, Ciudadano, Consultor.
Representante de Nosotrxs en Yucatán.
Doctor en Derechos Humanos.
Doctor en Ciencias Sociales.
Psicólogo y Abogado.

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