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Celebramos la muerte y adoramos la vida

Marco Cortez Navarrete
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Durante décadas sino es que siglos, en México, y en varios países, se celebra a las y los difuntos; esas generaciones de personas que nos antecedieron y como herencia, nos legaron en muchos casos su ADN.

Recordarlos es importante porque significa que su paso por este mundo no fue en balde. Nos dejaron sus genes y al mismo son motivo para que sus descendientes los tengamos siempre presente con aquellos instantes de su felicidad y también de las batallas que lucharon para ser alguien en la vida.

Salvo las personas que sufren enfermedades mentales y que por ello podrían atentar contra su vida, creo que nadie que esté hoy con vida quiera perderla. Sin embargo vale precisar que la muerte toca a nuestras puertas cuando menos lo esperamos, de ahí las propuestas de vivir cada instante porque nadie sabe cuándo, dónde y cómo llegará su final.

Esto para un servidor es el sentido de nuestras celebraciones en honor a los fieles difuntos; entre la vida y la muerte hay un hilo extremadamente frágil que hasta con una leve exhalación bien podría romperse.

Con la ceremonias del Hanal Pixan exhibimos recordamos a nuestros antepasados, los honramos y también nos sirve como un recordatorio que todas y todos, en su momento, tendremos nuestras imágenes en los mismos altares que hoy contemplamos y elogiamos por su belleza y enorme contenido cultural y asimismo con la inalienable relación entre la vida y la muerte.

En ocasiones resulta nostálgico recordar que nuestros ancestros dejaron la vida por algo natural es decir algo que tenía que suceder, ya sea por la edad o alguna patología incurable o mortal. Empero qué dolor y sufrimiento priva en los seres vivos que recuerdan la repentina ausencia de alguien a quien le fue arrebatado su derecho a vivir y enfrentar su destino.

Lamentablemente en las últimas décadas los mexicanos, queramos o no, de alguna manera nos acostumbramos a escuchar, ver o leer, sobre una, diez, veinte y a veces más personas que dejaron de vivir porque su destino les fue arrebatado de un plumazo por no decir plomazo. La espiral de violencia en muchas regiones se normaliza y es común saber de masacres y a las cuales pareciera estar inmunizados así como si se tratara de dengue o influenza.

El huracán Otis es el más reciente ejemplo cuando se dijo “no fueron muchos, nos fue bien a pesar de todo”. Estas palabras encierran un enorme grado de deshumanización, de falta de respeto y amor por la vida. Y de la rapiña, esa que saquea todo, llegando al grado de amenazar a familias con matarlos si no se les a los “buitres” agua o comida. Este es el más nítido ejemplo del grado de putrefacción social.

Paralelo a esto en los comportamientos humanos originados por fenómenos naturales, observamos cómo en otras latitudes las personas se exterminan unos a otros solo para satisfacer los egos de los poderosos dictadores o líderes a los que la ambición volvió presa. Ahí tienen el casos de Ucrania contra Rusia, el mismo pueblo, la misma raza, que hoy se pelean por territorios, o el enfrentamiento entre grupos de palestinos contra el pueblo hebreo que una vez más, y desde hace miles de años, la disputa es religiosa, por muchos conocida como el choque de los dos mundos: occidente-oriente; sin saber o reconocer que el Dios es el mismo.

En fin, vida y muerte; más muerte que vida, es el común de la época contemporánea donde ya nos acostumbramos a escuchar, ver y leer sobre las atrocidades de las que son capaces los seres humanos anteponiéndose al destino que la naturaleza tiene para cada ser viviente.

Pero mientras esto sucede los mexicanos nos aferramos a nuestra historia y tradiciones, celebramos a nuestros Difuntos como un recordatorio de que la vida y la muerte están íntimamente ligadas, como las y los gemelos, productos del mismo vientre.

Marco Cortez Navarrete
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