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Angel Verdugo
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Por Ángel Verdugo

La política real, en una democracia o en una dictadura, demuestra que la crítica vitriólica y ácida, es la constante.

El Presidente de la República ha retomado —de unos días para acá—, la propuesta que hizo en ocasión anterior: Hay que hablar bien de México. Sus planteamientos al respecto, son la continuación de la campaña que soportó la difusión del IV Informe de Gobierno con el lema: Las cosas buenas cuentan mucho, pero casi no se cuentan.

Antes, ya nos había alertado de la posibilidad de que nos inundara un mar de malas noticias; ¿y quién no recuerda el ruido causado por el mal humor social?

Podríamos seguir bordando acerca del tema y con seguridad, muy posiblemente, nunca acabaríamos de decir todo de él. Es más, en un descuido caeríamos en esa posición simplista, carente de todo sustento, que dicta casi como mandamiento, que debemos pensar en positivo y frases motivadoras por el estilo, para que las cosas salgan bien.

Sin embargo, tratándose de la gobernación, los factores que el ciudadano toma en cuenta para emitir sus opiniones del gobernante y sus funcionarios, y de las políticas públicas que diseñan y ponen en práctica, hay que ir más allá de las frivolidades y los buenos deseos.

Hoy, no únicamente en México sino prácticamente en el mundo, la crítica ciudadana es ácida, dura y como decimos en México, casi toda, de muy mala leche. No hay gobernante, casi en cualquier país del mundo, con las vergonzosas excepciones de la República Popular China y la República Democrática de Corea (Corea del Norte), donde los ciudadanos lo tengan como blanco preferido de sus críticas.

De ahí que el gobernante y sus funcionarios debieren estar plenamente conscientes, de que cualquier ciudadano podría criticarlos y hacerlo, además, con saña y de manera destructiva.

Su única respuesta aceptable en una democracia sería, no hay de otra, revisar si el error o lo que señale el crítico es válido y corregir, pero, si la crítica carece de todo sustento pues sólo pretende destruir y denostar al gobernante y/o al funcionario, la única respuesta válida —en una democracia—, sería aceptarla sin remilgo alguno y dejarla pasar porque, el exhibido en este caso sería el crítico, no el funcionario y/o el gobernante.

En una democracia viva, con ciudadanos hartos de ineficiencias e incapacidad en la gobernación, no se diga ya de una corrupción ofensiva como la que padecemos desde la llegada de Hernán Cortés, ¿qué podría alegar el gobernante en su favor? ¿Pedir que hablen bien de México? ¿O que no hablen mal? Por favor, no seamos ingenuos; la política real, en una democracia o en una dictadura, demuestra que la crítica vitriólica y ácida, es la constante.

Ahora bien, ¿qué nos sería útil para poder estar en condiciones de hablar bien de México, tanto aquí como en el extranjero? ¿La verdad? Muchas cosas nos serían de gran utilidad las cuales, sin necesidad de campañas publicitarias —que las más de las veces ocultan la realidad, antes que exhibirla para señalarla y corregirla—, el ciudadano mismo, al disfrutarlas, se encargaría de ser el mejor promotor de las mismas sin campañas costosas e inútiles.

Por último, ¿es racional y posible, que nuestros gobernantes y funcionarios, legisladores y dirigentes de partidos políticos, ignoren cómo todos ellos se enriquecieron como jeques? De ser así, más que destituirlos, habría que internarlos en una institución de salud mental.

Las cosas que habría que hacer, y las decisiones a tomar, están frente a nosotros; lo que faltaría entonces sería, únicamente, la decisión para proceder.

Angel Verdugo
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