Algo más que palabras, por: Víctor Corcoba Herrero.
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Escritor / corcoba@telefonica.net
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No podemos desfallecer en promover avances y lo prioritario ha de ser la propia especie humana, su continuo crecimiento en valores, que repercutirá en un sensible crecimiento de bienestar social. Precisamente, la Convención sobre los Derechos del Niño establece una serie de obligaciones, englobadas a la vida, a la salud, a la educación y a jugar, así como el derecho a la vida familiar, a estar protegidos de la ira, a no ser discriminados y a que se escuchen sus opiniones. Pese a ello, 385 millones de niños viven en la pobreza externa, 264 millones no están escolarizados y 5,6 millones de niños menores de cinco años murieron el año pasado por causas que podían haberse prevenido. Además, todavía hay 152 millones de niños y niñas víctimas del trabajo infantil, es decir, casi uno de cada 10 en el mundo. De ellos, poco más o menos la mitad realiza trabajos peligrosos. Es preciso, por tanto, reconocer que el progreso alcanzado es muy desigual en el planeta.
Volvamos a esa célula inherente y natural que son las familias, patria del alma existencial, que están necesitadas de auxilio auténtico, demandando un bienestar social más incluyente y global. Quizás tengamos que activar el corazón y juntos gritar las injusticias que vemos en cada esquina: Nadie sin techo, ninguno sin dignidad. Esta lucha, sin resentimiento y con ánimo constructivo, nos vendrá bien a todos. Pensemos en la cantidad de personas que sufren los mayores de los calvarios, hacinados en almacenes, hambrientos y sin acceso a los servicios básicos. Su dolor es nuestro dolor, una ofensa a las entretelas de la humanidad, a lo que somos o debemos ser: discernimiento. Hoy sabemos que el internet de las cosas, los macrodatos o la inteligencia artificial, revolucionarán el mundo de los negocios y las sociedades; sin embargo, hay un proceso paulatino de desintegración de los hogares, que debiera cuando menos preocuparnos. Indudablemente, tal y como está la situación mundial, urge a mi juico la reconstrucción de las relaciones de convivencia en la verdad, en la justicia y en el amor, para que restaurado el recto orden general, todos los pueblos gocen de ese vínculo recíproco de prosperidad, de alegría y de paz.
Sin duda, hace falta más coraje para combatir intereses mezquinos y poder salir de ellos. En consecuencia, tenemos que invertir mucho más en ser morada, en las oportunidades de futuro para todas ellas, a la vez que hemos de ser compasivos, si en verdad queremos ocuparnos y preocuparnos por el tipo de mundo a cimentar para nuestros descendientes. Lo prioritario a mi manera de ver es dejar de aislarnos, de hacer apuestas sobre un futuro insostenible que pondrá en riesgo los ahorros y las sociedades. Llegado a este punto, el mundo debería adoptar una máxima que nos relacionase a todas las culturas, la de una auténtica estirpe o linaje humanista, sustentada y sostenida por el respeto y la comprensión mutua. Por eso, tan importante como dar paso a los grandes proyectos de infraestructuras verdes, es pensar también en ese refugio de abrigo seguro que es la unidad familiar, con todo lo que esto conlleva de fortaleza conjunta, para una sociedad que desea ser consuelo y esperanza de un orbe mundializado.
En efecto, podremos ser lo que juntos queramos ser. Algo que se aprende en familia, puesto que valores como la honestidad, la austeridad, la responsabilidad por el bien colectivo, el espíritu solidario y de sacrificio, la cultura del trabajo como derecho y deber, sin duda, asegurarán un mejor desarrollo para todos los moradores de la tierra. Por el contrario, la violencia, el egoísmo personal y colectivo, la corrupción, nunca han sido guía de progreso ni de dicha alguna. Por desgracia, hasta que quienes ocupen puestos de liderazgos no acepten cuestionarse, y ser responsables, difícilmente se va a procurar la complacencia de sus pueblos y la conjunción de sus ramas. Ya está bien de no hacer, sino de deshacer; de destruir y no construir, cuando somos esencialmente seres benéficos, y por ende, individuos que nos crecemos y nos recreamos en genealogía. Abramos los ojos. Y, si acaso, volvamos al filósofo chino Confucio (551 AC-478 AC): “Arréglese al Estado como se conduce a la familia, con autoridad, competencia y buen ejemplo”. Al fin, sabremos cuánto debemos a nuestros progenitores. Ser agradecido, en todo caso y siempre, es cuestión de sana conciencia. Al menos, dejémonos interpelar.