Por Guillermo Vázquez Handall / guillermovazquez991@msn.com
Aunque la precandidatura presidencial de José Antonio Meade por el Revolucionario Institucional es sólo el principio de un muy largo y complicado camino, primero hacia el triunfo electoral y después al gobierno, su destape ha generado una ola de reacciones más que positivas al interior de sus filas.
Lo que se percibe, es una sensación de confianza, incluso de algarabía, que no deja de representar un contraste, cuando se trata del primer candidato no militante en la historia de este partido.
Sin embargo para el PRI y su régimen, lo único que importa es conservar el poder, con todo y que esto haya obligado a romper uno de sus dogmas más preciados.
El sacrificio priista se enmarca en la competitividad de Meade, el único de su entorno, pero no de su pertenencia, que posee las cualidades para cambiar el rostro de un partido en bancarrota.
El asunto es que lo que nadie se ha cuestionado, y eso debió ser el primer punto de la discusión, es ¿Cómo será un eventual gobierno del PRI, sin un priista al frente del mismo?
Porque la situación personal, profesional e ideológica de Meade, no se parece en nada al antecedente más cercano, representado por Ernesto Zedillo, el menos priista de sus presidentes.
Una administración encabezada por José Antonio Meade, tendría que ser por definición, escasa si no es que nulamente partidista, fundamentalmente enfocada al espectro profesional del ejercicio gubernamental.
Esto por supuesto implicaría una separación tacita del poder oficial con su partido en muy diversos aspectos, salvo en la relación necesaria con sus grupos parlamentarios.
Lo que no significa por descontado que siendo presidente, Meade renunciara al privilegio de la facultad de convertirse en el jefe máximo del Instituto político.
Evidentemente el elemento más trascendente de esta suerte de divorcio, antes llamado sana distancia, se relaciona con la corrupción y la impunidad, porque Meade por concepto y convencimiento, como lo ha demostrado a lo largo de su amplia y brillante carrera pública, no permitiría, ni toleraría estos comportamientos.
Eso se tendría que notar desde el momento mismo de escoger y nombrar a sus colaboradores, que naturalmente no serán los miembros tradicionales del establishment.
Lo que impondría una profunda transformación en el manejo de los acuerdos y los equilibrios tradicionales, sobre todo en lo que se refiera a la subsecuente designación de candidatos a cargos de elección popular.
Desde este punto de observación teórico, pero no por ello menos real, Meade podría convertirse en el mayor transformador de la vida interna del PRI, sin siquiera haber sido parte de sus filas y terminar siendo su Tlatoani por causas circunstanciales.
El nuevo paradigma priista depende pues de una coyuntura extraordinaria, mantener el poder a cambio de una evolución dirigida por un elemento externo, cuyo principal objetivo, será el de desechar las prácticas negativas que el partido ha sostenido a lo largo de tantas décadas.
Una remodelación de fondo y de forma, que ni el despistado Secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, en su torpe pre destape pudo imaginar cuando comparó a Meade con Plutarco Elías Calles.
Digamos que lo que Videgaray no alcanzó a dimensionar, pero que terminó por volverlo una casualidad, es que Calles fundó el PRI y que muy probablemente Meade acabe por ser su refundador.