Por: Sergio F. Esquivel.
Hace unos días tuve una charla con una amiga, que me dejó pensando en la importancia que tiene la capacidad humana para seguir creciendo; a pesar del tiempo, de la edad y de la posición que ocupamos en el mundo.
Y claro, esto es evidente para cualquier niño o adolescente; todos hemos pasado por esa llamada “etapa formativa”. La vida, cuando uno está en esa etapa de desarrollo, se convierte en una eterna y cíclica fuente de conocimiento y aprendizaje; de mutación y desarrollo.
Recuerdo al que era yo a los 15 años, terminando la secundaria y al que fui también a los 18 años, terminando la preparatoria. Ambos personajes eran consecuentes -con sus carencias y defectos- para la edad y el espacio del tiempo que ocupaban en ese momento, pero era comprensible y natural el desarrollo, el crecimiento y la transformación.
En esos años de formación, se trata de sumar. Sumar ideas, sumar experiencias. Se trata de obtener herramientas y conocimientos de los que carecemos. Justamente somos adolescentes porque adolecemos de esas herramientas que nos permiten crecer y desarrollarnos en nuestro entorno, con nuestra sociedad, en nuestro círculo. Adolecemos de experiencia y conocimiento. Adolecemos de madurez.
Pero la vida, caprichosa como es, de pronto se convierte en un espacio de confort. De pronto nos establecemos en nuestros roles de vida, los que creemos que nos toca ocupar, para los que nos preparamos, para los que recorrimos todo ese camino de aprendizaje y transformación.
Lo sorprendente del asunto es que muchas veces, al llegar a ese punto en el que se mezcla la experiencia con la satisfacción. En el que tenemos ya un sentido de orgullo, de aceptación de nuestro rol, de nuestra persona, de un estado general de satisfacción… dejamos de crecer.
Es un cambio casi imperceptible, pero nos aferramos a nuestras ideas, a nuestros juicios y a nuestros conceptos: “A mí no me gusta la cebolla” / “A mí me encanta dormir” / “Yo creo en tal o cual cosa”.
Todas estas sentencias, nos siguen marcando por el resto de la vida -en la mayoría de los casos, el recorrido será aún larguísimo- y nos quedamos anquilosados, atascados, estáticos, inmutables en el mismo lugar. Aunque el mundo a nuestro alrededor evolucione, crezca y se transforme, nos aferramos a esos lugares, a esos conceptos que nos hicieron sentir seguros y confiados en algún momento de nuestra existencia.
Yo quisiera poder tener el control sobre mi vida, de manera tal, que nunca alcance ese estado de sosiego. Quiero seguir aprendiendo y haciendo cosas que no hice anteriormente.
Descubrir y volver a probar la cebolla (¡aún si sea para volver a decidir que no me gusta!). Evitar ese estado (status quo), retar y cuestionar nuevamente nuestro decálogo de vida. Aceptar que la vida -y la verdad incluso-, son relativas al tiempo y las circunstancias que nos rodean.
Cuando mi madre era joven, no podía votar, por ejemplo. Esa era la realidad en la que vivía. Era la realidad aceptada y tolerada.
A veces cambia el entorno, la sociedad, o nuestro entendimiento de las cosas. Lo que era verdadero, no lo es más. Los paradigmas se mueven a una velocidad cada vez mayor. Así es como vamos creciendo como sociedad, en conjunto. Pero de manera individual, ese crecimiento, no funciona de la misma manera.
Ser capaces de mantenernos permanentemente en una “etapa formativa”, determinara en mucho nuestro crecimiento. Nos permitirá seguir desarrollando nuestras cualidades y nuestra inteligencia.
Mantener esta apertura, nos permitirá ser y entender mejor el mundo, principalmente para dejarle un mejor entorno de vida a las siguientes generaciones.
¿Adolescente?
¡Claro! Toda la vida.