Custodiar y esperanzarnos.
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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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A veces pienso que somos una generación muy adoctrinada, pero poco
pensante. Los instantes que vivimos, tan alocados, indudablemente no ayudan a
tener esa reflexión calmada y tranquila de encuentros y reencuentros consigo
mismo. Siempre será bueno descubrir el fondo de lo que nos acontece. Servidor,
con el inicio del nuevo año, se ha hecho el propósito de ganar tiempo para sí,
para explorarme y meditar libremente. Se lo aconsejo al lector también. Todavía
no sabemos apreciar el camino de nuestros predecesores, y aún mucho menos
custodiar su gran sabiduría, los principios y valores que nos han hecho grandes
en otras fechas. Sólo hay que detenerse en los cultivadores del arte y la
palabra, en sus genialidades. Desde siempre la belleza ha tomado auténtico
cuerpo por sí misma, y se ha manifestado como un periodo de ánimo asombroso,
como una manera de avanzar por la vida, mediante un motivado temple armónico
del cielo con la tierra, de lo visible con lo invisible, de la luz con las sombras.
Lo mismo ha sucedido con aquellos que cultivan la ciencia y la tecnología,
marcados justamente por un verdadero
desvelo y por un amor sincero a la verdad, ellos igualmente han contribuido a
tranquilizarnos en esa aproximación a la mística gnosis del ser humano a través
de la estética del intelecto. Unos y otros, en definitiva, nos han esperanzado,
sin grandes discursos ni protagonismos, con una labor persistente y callada. Lo
fundamental de todo esto, es la gran enseñanza que nos queda, de que todos
somos necesarios y de que no hace falta ensombrecer a nadie para sentirnos significativos.
Es la unión, y la unidad, la que nos engrandece como especie.
Naturalmente, tenemos que custodiar lo vivido y esperanzarnos en
aquello que aún nos queda por vivir. Nuestras historias son raíces básicas para
no perder la orientación. Al final, si en efecto queremos la paz, hemos de ser
una familia y hemos de fraternizarnos como tal. Una sociedad que divide sin
piedad alguna, que no se vincula entre sus moradores, más pronto que tarde,
dejará de existir. Ese desamparo que vivimos cuando se nos separa y se nos
excluye de una tierra, de un pueblo o una ciudad, de una familia, aparte de
dejarnos sin horizonte, además nos deja decaídos hasta morirnos en el dolor. Ya
lo decía en su época el inolvidable novelista francés, Víctor Hugo, allá por el
siglo XIX: “el infierno está todo en esta palabra: soledad”; y cuánta
razón hay en ello, puesto que todos tenemos una necesidad humana de compartir
cosas, de vivir en comunidad, de ser para el grupo la gran compañía, el gran
sustento más allá de cualquier egoísmo. Desde luego, no es fácil donarse en
este mundo de intereses que vivimos, quizás como los Magos de Oriente tengamos
que cambiar de ruta, y no conformarnos con la mentalidad reinante, sabiendo que cada momento, igual que
cada uno de nosotros, es único e irrepetible. Hoy el mundo requiere de
verídicos humanistas para renovar la humanidad. Nos sobran encantadores de
verbos y nos faltan gentes de verbo claro y cierto. En otros periodos
históricos de nuestra existencia, San Alberto Magno y Santa Teresa Benedicta de la Cruz, buscaron
la certeza por todos los rincones del orbe. También otros intelectuales,
pusieron sus capacidades al servicio de sus análogos, testimoniando de este
modo que la cognición y la voluntad están encadenadas y que se complementan.
Precisamente, es en esta complementación de realidades, cómo descubrimos que
son las relaciones entre las personas lo que da sentido a nuestra existencia.
De veras, en la vocación de vivir está implícita la custodia de cada
ser humano por sí mismo y por todo lo que le rodea, por la hermosura de la
creación, como se nos indica en el libro ya del Génesis y como se nos muestra
en San Francisco de Asís, con la consideración por todas las criaturas de Dios
y por el entorno en el que vivimos. O más próxima a nosotros, la escritora
francesa, Françoise Sagan (1935-2004), que decía: “Deseo tanto que
respeten mi libertad que soy incapaz de no respetar a la de los demás”. En
ocasiones, tenemos más necesidad de sentirnos amados que de pan, de aliento que
de alimento; pues hasta el mismo acatamiento a la vida, que debiera ser
fundamento de cualquier otro derecho, se pone en entredicho con demasiada
frecuencia. Recordemos que algo tan estúpido como la venganza, las barbaries
que todo lo destruyen porque sus simientes son de rencor, la soberbia o la misma envidia, nos aniquilan
como gentes de pensamiento. Basta con que un ser humano active el terror para
que el miedo se propague por todos los continentes. En este sentido, nos llena
de gozo que António Guterres haya iniciado su mandato como Secretario General de
Naciones Unidas, reivindicando un mundo en armonía. No es un sueño, ha de ser
nuestra esperanza más viva. Como bien dijo “la paz depende de
nosotros”, únicamente demanda el compromiso de querer vivir en el diálogo,
en la deferencia hacia todo ser vivo. Que hablen las gentes, no las armas. Para
desgracia de todos, son muchas las personas atrapadas en conflictos, donde
todos perdemos, no hay triunfantes, si personas arruinadas de por vida,
muertas, sin ilusión alguna por superar las diferencias y alcanzar la concordia.
Renacer es humano. Propiciémoslo. Miremos a Colombia que consiguió un acuerdo
de paz histórico para poner fin a cincuenta años de inútiles contiendas. Ha
llegado el turno, por consiguiente, de forjar consensos, de fraguar más abrazos
que disparos, de inventar nacientes lenguajes; con abecedarios de equidad,
justicia, solidaridad y sinceridad.
Madre Teresa de Calcuta, siempre en terreno de
misión, solía decir que “la paz comienza con una sonrisa”; sin duda,
con un cambio de actitud. Con el tiempo, yo también he aprendido, que el signo
más evidente de que habita la poesía en mí, es haber hallado esa paz interior,
tan libre como genuina, a través de la observación, de mirar y ver, o
simplemente de dejarme cautivar por el silencio. Custodiémonos, efectivamente,
el intelecto al servicio del amor. Ésta es la más esperanzada receta. No nos
confundamos. El que ama todo lo comprende, también todo lo entiende, hasta los
defectos de la persona a quien se entrega. Unamuno siempre tenía en boca esta
fórmula de sanación: “El amor compadece, y compadece más cuanto más
ama”. El referente es ese Niño que nos acaba de nacer, que nos da
continuidad y esperanza, pues todo ser humano, ya no es que viva de recuerdos,
sino que también camina entre la memoria y el anhelo por abrazar cada cual su
propia historia. Por ello, es importante que salgamos de esa ficción que nos
mata, que juega con nosotros a su antojo, a su poderío. Las gentes han de
volver a ser sencillas de corazón, a sentir la emoción por la pureza, por ese
culto a una cultura nívea que nos concilie. Tenemos demasiada cultura
putrefacta que nos atormenta. Precisamos sentirnos dueños, artífices de uno
mismo en alianza con los demás, algo que es tan necesario como urgente. Ahora
bien, nos merecemos salir erguidos y con la cabeza alzada, con la mano tendida,
pero con la mirada firme. Hemos de despertar sin abatimiento, sabiendo que por
muy desconsolado que el pueblo camine, la esperanza de rehacernos de nuevo
volverá a estar presente, como en el caso de las gentes positivas, que ven
siempre el vaso medio lleno y nunca medio vacío. Venga, en consecuencia, a
nosotros ese estimulante vital muy superior a la buena estrella. Al fin y al
cabo, todo hay que trabajarlo. O sea, ¡ganárselo!