Por Francisco López Vargas
¿En qué momento perdimos el respeto por el presidente o es la investidura presidencial a la que ya no le queda tiempo de vida?
En Yucatán, como en pocas entidades, en los años sesenta la sociedad dio una muestra de tener claro que el gobierno era de ellos, que repudiaban o aceptaban las obras y que el disgusto estaba dispuesto a manifestarse cívicamente, electoralmente.
En 1988, durante la campaña de Carlos Salinas de Gortari y Manuel Clouthier por la presidencia, era más sorprendente la marcha del silencio en apoyo al ¨purux” que la fiesta que trataban de hacer los seguidores del ¨colís”. La marcha del silencio realmente erizaba por su solemnidad, su seriedad.
Yucatán sólo ha tenido una alternancia en el gobierno local. Los panistas creen que ha sido el mejor gobierno, los priistas lo califican del peor. Los ciudadanos vemos, desde la barrera como todos, que fue un gobierno que no sirvió para mucho, que se replicaron muchos vicios y que la falta de integración logró lo que ha sido el signo de los gobiernos de oposición: una mala réplica del peor priismo y vaya que hay perlas negras en esas administraciones locales.
En la presidencia no ha sido diferente. Sin embargo, el disgusto popular, de la sociedad ha sido cada vez más visible aunque no por ello se ha traducido en participación efectiva porque, para muchos, mentar madres y ofender desde las redes sociales se ha convertido en un escape hostil pero no sólo ofensivo y hasta vulgar sino inútil.
Nadie puede quedarse con la idea de qué tan justificados estamos los ciudadanos cuando hemos visto desde la violencia del gobierno de Díaz Ordaz, el populismo imbécil de Luis Echeverría y la corrupción descarada y cínica de José López Portillo para dar paso a la falsa redención de Miguel de la Madrid y los sueños de opio de Salinas que vaya que nos costaron en el gobierno de Ernesto Zedillo.
La alternancia, hay que decirlo, nos frustró a muchos. ¡Qué buen candidato fue Vicente Fox!, pero como presidente vaya que fue una decepción al sólo dejarse llevar y no emprender la gran transformación y el castigo ejemplar que anunció. Además, qué mal gabinete.
El de Calderón fue un gobierno que llegó con el beso de la ilegitimidad aunque haya ganado su elección, y su legitimación para unos fue lo mejor al emprender la guerra frontal contra el narco luego de sexenios y sexenios de complicidades y hasta acuerdos, pero para otros ha sido el gran escándalo y algo inútil porque los resultados siguen sin poder verse.
Ahí está uno de los agravios del gobierno que nos ofreció qué ellos sí sabían qué hacer. Los golpes efectistas del inicio de la gestión de Peña Nieto fueron legitimados por una oposición que, ante la presidencia imperial, declinó a llevar el Pacto por México a una discusión más amplia al Congreso.
Panistas y perredistas sucumbieron ante la falta de legitimidad de las dirigencias de Madero y de Zambrano cuya urgencia era la de salvar ellos su propio pellejo ante el desastre electoral de sus propios partidos, pulverizados ambos por una división que hasta hoy se mantiene.
De Peña nadie puede decirse engañado. En campaña acreditó que su cultura era limitada, que su presencia era la de un político joven crecido en la rancia tradición de Atlacomulco, sede de las peores prácticas políticas de los tiempos recientes: Hank González y sus hijos, la mejor muestra.
El apoyo de gobernadores como Humberto Moreira, Ivonne Ortega, Javier Duarte o personajes como José Murat Casab o el gober precioso Mario Marín era suficiente para dudar de él.
Sin embargo, la apatía nacional volvió a darnos un presidente sin respaldo electoral. Fox lo dilapidó, a Calderón se le negó por lo apretado de su triunfo y el voto duro del PRI fue suficiente para que Peña llegara al poder porque la sociedad decidió que, como ha sucedido siempre, es mejor quedarse en casa que salir a votar el domingo y quedarse a vigilar el voto.
Lo cierto es que las infamias al presidente, los insultos y toda la mala práctica política que hoy vemos no son suficientes para que México cambie. La mentada de madre fácil, la sátira de su presunta ignorancia y la burla por sus yerros no harán que el país sea mejor en el 2018 como no lo fue en el 2000.
El problema no se resolverá, como ha quedado claro, sacando al mal presidente o apoyando a otro que sea mejor si no cambiamos todo el entramado político y construimos una estructura que no sólo le de solidez a las instituciones sino certeza a los ciudadanos, pero eso no pasará si sólo nos quejamos en el face, mentamos madres en tuiter o subimos videos ofensivos o vergonzantes a youtube.
México no será mejor la mañana siguiente aunque haya perdido el PRI o haya ganado López Obrador o Zavala porque el problema somos todos los que decidimos que la chamba de uno tiene que hacerla otra. Así, el país no será distinto aunque nos gobierne un prohombre.