Por: Víctor Beltri.
Primer acto: el Presidente de la República declara una
tregua incondicional a los enemigos del Estado, aduciendo una estrategia que
resolvería de tajo los problemas de inseguridad y le regresaría la paz a las
comunidades bajo el dominio del crimen organizado. Abrazos, no balazos,
proclama el mandatario mientras que olvida lo prometido a los familiares de las
víctimas: la violencia, en unos cuantos meses, habría de rebasar los máximos
históricos.
Segundo acto: el mandatario dicta la orden de liberar
a uno de los narcotraficantes más prominentes del país, por razones
“humanitarias”, y asume la responsabilidad de su decisión, a pesar del
compromiso con la ciudadanía para no pactar con los grupos criminales. Unos
meses más tarde visitaría a la abuela del mismo delincuente, en su propio
territorio; le presentaría sus respetos, sin que la señora tuviera que
descender de su vehículo, y posteriormente compartiría sus alimentos con la
comitiva que la acompañaba.
El titular del Ejecutivo la pasó requetebién, y —como
se aprecia en el video respectivo— disfrutó sus tacos sin que le importara
demasiado con quiénes se sentaba a la mesa: las conferencias matutinas le permitirían
sortear la situación —tal como lo hizo— y conservar la popularidad obtenida
merced a los apoyos al bienestar. El crimen organizado pudo actuar sin reserva
alguna —y los cárteles delincuenciales fueron capaces de operar a sus anchas
durante años— siendo los abrazos presidenciales la única promesa cumplida por
la administración en turno.
En el tercer acto, la inseguridad se disparó y el
Estado mexicano ha tenido que replegarse —cada vez más— para poder cumplir con
las políticas de un mandatario que más parece obedecer a un amo inconfesable
que a sus propios electores. Los territorios comenzaron a perderse, y el
tráfico de estupefacientes se ha disparado —sin balazos, pero con muchos
abrazos—, al grado de provocar una crisis inédita de seguridad en nuestro país
y un problema gravísimo de salud entre nuestros vecinos del norte. La droga
proviene de México, como está demostrado; la impunidad de los narcotraficantes,
también.
Los estadunidenses exigen resultados, pero el gobierno
de nuestro país no ha respondido con más que evasivas y burlas; algunos
legisladores norteamericanos han exigido acciones más concretas, pero el
Presidente en funciones prefirió responder haciendo un llamado, a la población,
a tomar las armas en defensa de la delincuencia organizada. Como si todos
tuviéramos sus mismas razones, como si todos les guardaran el mismo
agradecimiento. Unas horas antes, había convertido a la reforma militar en el
objetivo final de su mandato, involucrando tanto a los narcotraficantes como a
las Fuerzas Armadas en el proceso sucesorio: el mandatario, en los hechos, no
es capaz de ver más allá de su propia soberbia. ¿Cuántos mexicanos tomarían un
fusil para defender a los narcotraficantes, con tal de obedecer al Presidente?
¿Cuántos mexicanos refrendarían, con su voto, la continuación de una política
de seguridad que sólo favorece a los delincuentes? ¿Cómo se llama la obra?
Vaya ridículo: en esta ocasión, el Presidente rebasó
su propia estulticia y tiró la piedra —el sábado, en Veracruz— para después
esconder la mano y ausentarse, durante unos días, de las conferencias
matutinas. El mismo ridículo que, en unos cuantos meses, habrá de recluirlo en
la finca que —en un acto de congruencia intelectual— nombró como su destino
final perfecto.
El sexenio termina, y el mandatario está débil y
perdido; la elección presidencial se aproxima, y la oposición parece que no
puede despegar. El tiempo lo arregla todo —sin embargo— y, quien hace unos días
se sentía invencible, hoy está recluido en un palacio lleno de fantasmas; quienes
habían perdido la esperanza —por su parte— en unos cuantos meses volverán a
enfrentarse en una contienda democrática. El Presidente, en muy poco tiempo, no
será más que un mal recuerdo que languidece en su propia finca. Y todos
sabremos, por fin, cómo se llamó la obra.