La Revista

Da Vinci, fragmentos

Uuc-kib Espadas Ancona
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Por: Uuc-kib Espadas Ancona.

Cuando estudiante en Xalapa, creo que hace algo más de cuatro años, al
platicar con uno de mis profesores sobre la calidad de la casa de estudios a la
que estábamos adscritos, éste refirió
que le parecía buena “para tratarse de una institución de provincia”. El comentario
me impactó. El criterio de que, por definición, la educación en los estados
tiene que ser de menor calidad que en la Ciudad de México, me era ajeno, y
todavía hoy me hace reflexionar de vez en vez. Con el paso del tiempo he
concluido que esa creencia, por una parte, encierra un cierto brutal realismo,
pues sin duda la concentración de recursos educativos -entre otros- en la
capital impone desigualdades innegables para el desarrollo en el ramo en los
estados; por otra, observo que esas desigualdades no son determinantes
absolutos de lo que como sociedad podemos obtener. El resultado final es
heterogéneo, pues nuestros estudiantes disponen en general de menores
oportunidades que sus colegas del centro (lo cual se refleja, por ejemplo, en
menores calificaciones promedio en distintos exámenes nacionales) que, sin
embargo, no impiden que algunos alumnos, profesores o instituciones, en su
desempeño particular, alcancen muy elevados niveles de desempeño. Esta
observación me lleva a dos conclusiones. En primerísimo lugar, me parece
indispensable realizar grandes esfuerzos sociales y políticos para reducir la
desigualdad de oportunidades educativas entre los mexicanos en general,
resulten éstas del lugar donde se viva, de su condición económica o de otros
factores. Paralelamente, que reconocer esta desigualdad de oportunidades no
puede ser justificación para aceptar una educación deficiente, partiendo del
supuesto falso de que no se puede lograr otra cosa.

Esta última noción, la de la necesidad de lograr el mejor desempeño aún
en condiciones deficientes, me parece que vale tanto para individuos como para
instituciones, y desde luego en el ámbito del gobierno, pero también en
distintos aspectos de las acciones de particulares. En general, las tareas
educativas realizadas en los estados no tienen por qué suponerse, como
argumentaba mi profesor, como de segunda clase. Relato una experiencia para
ilustrar el criterio que propongo.

Esta semana cerró sus puertas en Mérida la exposición “El Universo de
Leonardo Da Vinci”, que permitió el acceso al público local a algunas decenas
de máquinas construidas a escala sobre los diseños del florentino. Éstas se
acompañaron de distinto material audiovisual referido a los múltiples inventos
en exhibición. La muestra se realizó por una fundación privada que articuló esfuerzos
con instituciones italianas y las secretarías de Defensa y de Relaciones
Exteriores. Se trató, en principio, de una oferta educativa significativa.
Genio por antonomasia, Da Vinci incursionó en los más diversos campos del saber
humano, siendo pionero en varios de ellos. Vivió cerca del poder y del dinero,
que entonces como ahora eran una y la misma cosa, y a su servicio, en tiempos
complejos y violentos. Su obra, hasta el día de hoy, sigue siendo fascinante
para quién la conoce.

 

La exposición se instaló en un enorme galerón que hasta hace pocos años
servía de supermercado. Ofreció un recorrido básicamente lineal en el que el
visitante iba acercándose a los distintos inventos. Sin embargo, muchos de los
reflectores apuntaban directamente a la cara del público, dificultando la
observación de los distintos elementos presentados. Las réplicas de los
manuscritos con frecuencia no podían contemplarse en detalle por esta razón, y
otro tanto ocurría con los elementos visuales colocados en las paredes, incluyendo
las pantallas gigantes. Éstas, por su parte, se deformaban y en ocasiones se
movían, distorsionando la proyección. Las fichas informativas de los distintos
objetos solían encontrarse a obscuras o a contraluz, dificultando su lectura.
En cuanto al contenido audiovisual, éste se dedicó en una proporción notable a
la descripción de las modernas armas -como tanques y aviones- que tuvieron sus
orígenes en conceptos semejantes a los que Da Vinci alcanzó siglos antes; sin
embargo, el relato era omiso en señalar que los diseños del florentino no
fueron realmente antecedentes que formaran parte del desarrollo en el tiempo de
dichos aparatos. Sólo una pequeña parte de este material ofrecía explicaciones
sobre las máquinas mismas de Da Vinci, y no se desarrollaban esquemas o
gráficas sobre su funcionamiento. Sin embargo, lo realmente grave fue encontrar
que varias de las maquetas estaban mal armadas. Así, por ejemplo, sólo por
excepción las que tenían manivela la tenían colocada correctamente y no
invertida, de forma tal que el espectador no podía entender cómo se ponían en
movimiento y, en algún caso, cómo siquiera el movimiento era posible, pues la
manivela, invertida, se encontraba bloqueada por un engranaje.

El discurso sobre Da Vinci lo dibujaba como un genio inventor aislado de
la sociedad y hundido en sus creaciones, insistiendo en que fueron adelantadas
a su tiempo. Esto cercenaba la personalidad del genio y obstaculizaba la
capacidad de entenderlo. Da Vinci era, si algo, secular. Sus máquinas de
guerra, por un lado, eran estrictamente eso, instrumentos diseñados para
potenciar la capacidad de su usuario de matar personas, lo mismo un tanque que
una ametralladora. Por otro lado, esos inventos no salían de su imaginación
pura, sino que eran presentados a los señores feudales que lo patrocinaban a
fin de lograr un mejor desempeño bélico concreto. La sociedad europea de su
tiempo, los poderes y sus conflictos estuvieron ausentes del relato que la
exhibición ofreció al público. Una idea fantasiosa que estimuló una visión
ilusoria de la realidad. Finalmente, como una gran paradoja al hablar de un
genio que metió las manos en todo, hasta en cadáveres humanos cuando eso era
condenado por la inquisición, se trató de una exposición en sentido estricto:
todo era para observar y nada para tocar. Ni un espacio donde el público
pudiera jalar una palanca para ver su sistema de poleas en movimiento, o hacer
caer un peluche en un paracaídas a escala. Un raro tributo a un artesano y un
notable desperdicio de una oportunidad educativa de excepción.

Al concluir mi visita, la vieja sentencia de mi profesor me asaltó
fugazmente. “Es que es una exposición de provincia”. Pero no. No se vale. Un
evento de este tipo y que, además de tener apoyo de dos secretarías del
gobierno federal cobraba la entrada, no podía ofrecer una visión tanto mutilada
como errónea del personaje y su obra. Tenían todo para hacer una exposición al
menos aceptable, pero colocaron mal los focos, instalaron mal las pantallas y
armaron mal las máquinas. Del diseño conceptual y el contenido histórico, ni
hablar.

Se trataba de una promesa muy atractiva, pero fue una promesa
incumplida. Innecesariamente, porque aquí también se pueden hacer las cosas muy
bien.

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