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De cárceles y electrodomésticos

Talina Gonzalez
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Especial / La Revista

Por Talina González

Permíteme hacerte unas preguntas, querido lector: ¿Cada cuándo llevas tu auto al taller? ¿Tu lavadora? ¿Tu refrigerador? Cuando compramos un electrodoméstico nos lo entregan con un instructivo que recomienda mantenimiento cada determinado tiempo para prevenir errores o daños en nuestro recién adquirido patrimonio.
Siendo honesta, soy de aquellos mexicanos promedio que se esperan hasta el último momento: cuando el motor está haciendo ruido (más de una vez hasta que de plano se descompone y me deja varada en medio de la calle); hasta que el refri ya no enfría o la lavadora ya no centrifuga.
Eso ocurre en el plano de las cosas útiles, ¿Qué contestarías si te pregunto por tu contenedor de basura? ¿O sobre la periodicidad con la que haces limpieza en el cuartito de los triques?
Las respuestas variarán, pero seguramente, el mantenimiento de estos objetos y lugares es mucho menos constante que el de los objetos y lugares útiles.
Pues bien, por siglos, las cárceles han sido el “depósito de la basura”, “el cuartito de los triques” de la sociedad, y es “justificable” porque lo normal es querer quitar de la vista lo que no nos gusta, alejarlo lo más que se pueda hasta que podamos olvidarnos de ello.
En las sociedades más primitivas, cuando había liderazgos sólidos y las comunidades eran pequeñas, se exiliaba a los indeseables.
Con el tiempo se vio que alejarlos podría ser perjudicial a largo plazo porque la distancia podía hacerlos más fuertes, les podía dar la opción de conseguir aliados y regresar a “hacer de las suyas” con mayor poder. Así que se inventaron los calabozos, las mazmorras, y se colocaron en lo “más profundo de las ciudades”, bajo la vigilancia de las guardias reales, feudales, coloniales.
Eran otros tiempos: tiempos en que la ley se imponía y se cumplía, no por correcta sino porque así lo decía el monarca o regente de la ciudad.
La sociedad evolucionó, las ciudades crecieron. La delincuencia también, así que se optó por alejar a los criminales de las comunidades. Las cárceles se pusieron fuera de la vista de los ciudadanos. Más allá de los confines remotos de las ciudades, donde no molestaran.
Y así ha sido hasta que el destino nos alcanzó otra vez y pese a todos los esfuerzos, los criminales nos vuelven a “molestar” desde su escondite secreto.
Nunca he estado en la cárcel, mi visión sobre estos lugares viene de documentales, reportajes y por supuesto de la película “Atrapen al Gringo” que uno desearía fuera fruto de la imaginación de un guionista estadounidense.
El punto en común es que a pesar del discurso internacional que promueve a las cárceles como lugares de Reinserción Social, donde la necesidad de “reconstruir” el “tejido social” se hace más evidente, en México no hemos sido capaces de cumplir con los requerimientos mínimos necesarios, siquiera, para una vida digna, y parte de las razones, creo yo, caen en esta cultura de la falta de prevención y mantenimiento en todos los aspectos y si a nuestros electrodomésticos les va como les va, ¿Qué pueden esperar nuestros CERESOS?.
Lo cierto es que nuestras cárceles son una mezcla de guettos, mazmorras y centros de exilio social, donde el reto diario es sobrevivir.
Por no ir más lejos, nuestra Cárcel Pública de Cancún, que lleva décadas posicionada como una de las peores del país sin salir de la lista.
Los datos históricos duros me faltan, pero como cancunense de décadas puedo dibujar un boceto de lo que podría ser su historia.
En su origen, nuestra ciudad, nuestro paraíso al que muchos llegamos buscando y encontrando trabajo y desarrollo, diversión y naturaleza, no necesitaría de una cárcel de máxima seguridad.
A lo sumo, de un lugar para resguardar a los borrachos que ocasionaban desmanes por la calle.
La ciudad creció, la inseguridad también, y todos nos dijimos que no pasaba nada, que eran hechos aislados.
Llegó la droga, la delincuencia organizada, la violencia, y mientras estuvo lejos, allá en las Regiones, seguimos pensando que todo estaba bien: “son hechos aislados” se convirtió en una frase común.
Si se detenían a los criminales se los llevaban lejos, a la Cárcel Municipal, dónde no los veíamos, y nunca nos dimos cuenta de cómo esos hechos aislados, esos delincuentes esporádicos, llenaron, superaron y rebasaron con creces los 750 lugares que nuestra Cárcel Pública Municipal tenía previstos para este centro turístico en apogeo lleno de oportunidades para todos.
Las cosas se salieron de control hace mucho tiempo, pero apenas en los últimos años, cuando las cosas están desbordándose, nos damos cuenta de que hay algo que se está pudriendo en el bote de basura.
Con tristeza leo las notas sobre la situación en las cárceles del país y del estado, hablan de dinero, de ampliaciones, de construcciones, de infraestructura. Terminología y acciones que visto está, están muy lejos de nuestras posibilidades.
Pocos hablan de las personas que en ellas habitan, de lo que sienten, de lo que viven, del reto que es para un ladrón minorista intentar sobrevivir al exilio al lado de un violador o un asesino. De los rencores que van guardando contra los que los ignoramos desde fuera, mientras disfrutamos de una vida mucho más digna que la suya.
¿Qué necesitan nuestras cárceles para convertirse en Centros de Reintegración Social? La respuesta no es tan obvia, pero seguramente es más compleja que una cifra de 7 ceros.
Mi aportación sería poner sobre la mesa la solidaridad y la participación social. De alguna manera, nuestros presos necesitan lo mismo que necesitamos acá afuera para recuperar nuestro Cancún: una visión comunitaria, pero sobre todo, que dejemos de engañarnos con la idea de que las cosas están bien mientras nos queden lejos y fuera de nuestra vista.
En inglés se suele decir: “when the shit hits the fan…” lo que sigue a los puntos suspensivos suele quedar abierto al oyente y así debería dejarlo. Lamentablemente a estas alturas de la columna me surge una nueva pregunta por hacer: Y tú, querido lector ¿ya te salpicaste?

Talina Gonzalez
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