El refrán acuñado
por la sabiduría popular reza que “después de la tormenta viene la calma”; sin
embargo, el balance de los resultados electorales sugieren todo lo contrario:
el previo de un huracán y un terremoto políticos simultáneos.
La nueva conformación
del mapa político y del poder nacional infiere una necesaria reestructuración
del gobierno federal y las fuerzas políticas de aquí a la sucesión
presidencial, todos se juegan su futuro y el margen de error se acotó al
máximo, o al mínimo, según se quiera ver.
En lo que resta de su
gobierno, Enrique Peña Nieto no sólo tendrá que definir cuál querrá que sea su
propio legado histórico como Presidente de la República y cómo podrá
alcanzarlo, sino que también tendrá que hacerlo como jefe de su partido.
El asunto es que
independientemente de la marcha de su administración, el Presidente no puede
desvincular el hecho de que todo lo que hace su gobierno influye poderosamente
en el ánimo electoral.
Visto así, la lógica
nos remite a que las primeras acciones de corrección tienen que empezar por su
propio gobierno, desde las políticas públicas hasta el perfil de quienes las
encabezan y ejecutan.
No se trata nada más de
perfilar a precandidatos de manera individual gracias al efecto
propagandístico, sino más bien de fortalecerlos a través de los resultados
institucionales.
Si la elección fue un
termómetro para medir el nivel del llamado por el propio mandatario “mal humor
social”, la analogía concluye que el enfermo está muy grave, por lo tanto el
análisis de las causas más allá de los efectos posteriores obliga a la
autocrítica.
El asunto es que para
el régimen no eran desconocidas las condiciones que derivaron en esta situación
y por ende en el resultado de los comicios, de modo que el círculo rojo
presidencial no puede pretextar asumirse sorprendido.
En todo caso, lo que se
aduce no es un exceso de confianza, una apuesta por la operación electoral
eficientista a través del partido, que además terminó por no resultar, sino que
en el epicentro del poder, muy aparte de los errores en cuanto a las
postulaciones de candidatos y en el desarrollo del proceso, lo que resalta es
que se negaron a aceptar el escenario, ni que decir de sus consecuencias.
Desde esta perspectiva
queda claro que la sociedad en lo general está buscando equilibrios para
contrarrestar la fuerza de unos sobre otros; es decir, una especie de balanza que
ponga a los partidos realmente a competir, ya no sólo en las campañas, sino
principalmente en los gobiernos, que es lo que realmente importa al ciudadano.
Tampoco se puede hacer
de lado que aun y cuando el PAN pareciera ser el gran ganador de esta contienda,
y del desbordado entusiasmo de su lider nacional Ricardo Anaya que claramente
raya en la arrogancia, hay que precisar que de las siete victorias, sólo tres
fueron con candidatos de origen y formación panista, en Chihuahua, Tamaulipas y
Aguascalientes.
En los otros tres
casos, Durango, Quintana Roo y Veracruz, los candidatos provenían de escisiones
al interior del PRI y en alianza con el PRD. Sólo en Puebla se puede distinguir
un triunfo, con base en un régimen estatal que en su momento también fue producto
de un desprendimiento priísta.
Esta situación hace
inferir que al menos en esas tres entidades la comunidad local no votó por la
plataforma panista, ni por su ideología o preceptos, sino que lo hizo en cada
caso de acuerdo con circunstancias locales muy particulares.
En contraparte, el
mismo PAN pierde las gubernaturas de Oaxaca y Sinaloa a manos del PRI, por las
mismas razones por las cuales ganó en los estados que apuntábamos anteriormente.
Al menos en esos
estados, no se puede hablar de una autentica alternancia, más aún si los
triunfos se obtienen con las banderas del PAN y el PRD para que al final de
cuentas terminen gobernando ex priístas.
De ello se deriva que
el mensaje de la sociedad está orientado a señalar y reprobar qué es lo que ya
no funciona, no es una tendencia específica en favor de ninguna fuerza
política. El fondo es coyuntural y depende más del juicio al gobierno saliente
que a la oferta del entrante y no es un debate entre izquierdas, centro o
derechas.
Se trata pues, de que
en adelante, los errores ahora sí se pagan y que las elecciones de estado, no
serán más en lo subsecuente garantía de permanencia o impunidad.
Restará ver en lo que
falta el desempeño de estas nuevas administraciones, sin demérito de que el año
entrante habrá elección en el Estado de México, enclave estratégico por ser el
feudo personal del Presidente de la República, pero más aún por ser la entidad
con el mayor padrón de votantes del país, sin dejar de lado que las
gubernaturas de Puebla y Veracruz son sólo por dos años.
En conclusión, el
ejercicio democrático del domingo pasado deja como gran enseñanza, que la
fuerza de la decisión social ha rebasado por fin el monopolio de los partidos.
Ahora los partidos tendrán
el gran reto por delante de entender ese mensaje que de suyo es rotundo y
claro, ya sea para aumentar sus expectativas o de lo contrario provocar una
mayor desilusión, que por consecuencia será factor de sus derrota o victorias.