La Revista

El cine negro, cuestión de política

Aída López Sosa
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Por: Aida Maria Lopez Sosa.

“Esto es un asalto. No hagan panchos porque se los lleva la chifosca mosca (chingada madre)…”.
Expresión popular de los delincuentes en la primera mitad del siglo XX.

Corrían los años cuarenta, la modernidad irrumpía en la capital mexicana y los estragos de esta como consecuencia. La división entre ricos y pobres se acrecentaba, calles oscuras y sórdidas, eran el escenario donde se gestaban las bajas pasiones de gente que había emigrado del campo a la gran ciudad. Los pobres se divertían en los salones de baja monta, de moral ligera, como el “Salón México”, “Savoy”, “La Perla”, “Bombay”, “Smyrna Dancing Club”, donde las orquestas incitaban a la ficha, el pase directo al placer con la buena compañía de una guapetona rumbera dispuesta a pasarla a todo dar. Los que asistían a “El burro” tenían que pasar bajo las patas de un asno gigante que servían de entrada al cabaret donde las coristas salían al escenario por una resbaladilla. ¡Surrealista! como dijo Dalí.

El “Cachorro de la Revolución” prometió acabar con la desigualdad. El discurso aguanta todo, pero la realidad se impone y termina cobrando el costo. Miguel Alemán en su afán de llegar a la silla presidencial prometió que “Cada mexicano tendría un Cadillac, un puro y un boleto para los toros”, nada más alejado -hasta la actualidad- de lo que sucedió en los seis años de su mandato entre 1946 y 1952. Mientras en la fachada se enarbolaban los logros de la modernidad -puentes, hospitales, Ciudad Universitaria-, en el patio trasero se gestaba el flagelo que azotaría al país durante décadas. Asaltantes, traficantes de drogas, asaltabancos, prestanombres, secuestradores, carteristas, singular fauna social pululaba en el sexenio alemanista. El robo no era cuestión de moralidad sino de supervivencia.

Por supuesto había materia prima suficiente para que los realizadores cinematográficos se sirvieran y dieran paso a una nueva propuesta estética, que si bien ya tenía un antecedente realista y documental en el cine mudo en blanco y negro con: “El automóvil gris” (Enrique Rosas, 1919), no se había conceptualizado como género. A la par del sexenio se desplegaba el Cine Negro Mexicano. Las damas nocturnas encarnizaban rumberas, ficheras, aventureras y madames; villanos, asesinos y padrotes, eran los caballeros de la noche que daban vida al universo marginado de la clase pudiente. El género policiaco levantó ámpulas en el gobierno, no era el rostro sin maquillaje que deseaba dar a conocer al mundo, valió la censura de “Los olvidados” (Luis Buñuel, 1950), no era políticamente correcto que un refugiado español hablara mal del país que lo acogió.

La noche, la hora en que se sueltan los demonios, condiciones para el pecado, el crimen y la violencia, cuando se exacerba la sexualidad y cohabitan Eros y Thanatos, inspiró “La mancha de sangre” (Adolfo Best Maugard, 1937), desparecida por más de seis décadas por la censura. Otra policiaca de esa misma década es “Los muertos hablan” (Gabriel Soria, 1935), ambas pasaron al olvido por la falta de difusión, era mejor promover el cine folclórico e indigenista como “Allá en el Rancho Grande” (Fernando de Fuentes, 1936), “Alma jarocha” (Antonio Helú, 1937), “Canto a mi tierra” (José Bohr, 1938).

En México llegaba por esas fechas el cine gansteril de los Estados Unidos, a partir de la Segunda Guerra Mundial el cine del país vecino abordó el crimen, la muerte y la venganza de personajes que al intentar incorporarse a la sociedad se encontraban con hostilidades y violencia. El cine mexicano de los cuarenta gozó de libertad, Miguel Alemán no se opuso a las temáticas cabaretiles y gansteriles. Al término de su mandato las historias sufrieron una metamorfosis, comenzaron a manejar la doble moral con tonos religiosos como “Tu hijo debe nacer” (Alejandro Galindo, 1956), “La hermana blanca” (Tito Davison, 1960), entre muchas otras.

En la investigación que realizó Rafael Aviña para “Mex Noir” cuenta las costosas exigencias de las divas del cine mexicano durante ese período en contraste con la pobreza de los sectores marginados que vivían en cuevas, jacales, barracas y agujeros. La actriz brasileña Leonora Amar para rodar “El desquite” (Roberto Ratti, 1947) exigió un abrigo de armiño cuya renta era de 22, 500 pesos. Dolores del Río para filmar “Bugambilia” (Emilio Fernández, 1945) pidió una mantilla antigua de 5,000 pesos. De locura lo que hizo Mapy Cortés para actuar en “El amor las vuelve locas” (Fernando Cortés, 1946), adquirió en Estados Unidos más de una treintena de trajes con sus respectivos bolsos y zapatos. “La Doña” tuvo antojo de un simple mango en medio del rodaje y se tuvo que detener la producción de “El monje blanco” (Julio Bracho, 1945), con un pequeño costo de 10,000 pesos cuando sus honorarios eran de 200,000 mil por película.

Los mexicanos somos testigos de la incidencia de la política en la cultura. El cine, la dramaturgia y la literatura son hijos del tiempo. El cine negro mexicano hizo lo propio al documentar los problemas sociales derivados de la desigualdad. Ha pasado poco más de un siglo, a través de las películas conocemos la génesis de la situación actual. Queda claro que la Revolución no solucionó y la modernidad intensificó. Ahora la tecnología es aliada contra la censura de los temas incómodos.

Aída López Sosa
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