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El Día de los Abuelos, ocasión para la reflexión

Editorial La Revista Peninsular
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Todos los sábados en la madrugada pueden encontrar a Don Ricardo en el fraccionamiento de Francisco de Montejo en un semáforo cercano a la glorieta de la Mestiza. Se sienta en un cubo durante toda la noche mientras espera la luz roja para acercarse a los coches y ofrecerles flores, siempre con una sonrisa sincera pero cansada.

Don Ricardo ha de tener entre sesenta y setenta y cinco años, a ojo de buen cubero, y siempre lo he visto en el mismo lugar desde hace unos años; antes con más frecuencia, ahora solo una vez a la semana. Debo confesar que sentí preocupación al dejar de verlo hace unos meses por un par de semanas, su pasar entre los coches ya me era natural en el escenario de la ciudad.

A pesar de mi conciencia de la existencia de don Ricardo nunca le había comprado flores, siempre encontraba alguna excusa para postergarlo y declinar amablemente la oferta.

Hace un par de semanas me llegó el motivo perfecto para comprarle unas flores al señor. Tuve que pasar dos veces por el semáforo porque la luz verde me impidió llamarle, pero en la segunda vuelta me pegué a un lado de la calle y se acercó.

Le pedí una decena de rosas y lo primero que hizo al dármelas fue invitarme a apreciarlas. Al parecer se trataba de unas flores de vivero, no “las del mercado” como me hizo saber.

No entiendo mucho del tema, pero supongo que el hecho de que provengan de un vivero significa que estuvieron frescas por más tiempo, pues frescura es lo que más expedían las flores.

Al pagarle me dijo que, si me parecía, podía pedirle con antelación arreglos florales y él se encargaría de armarlos.

“Para que así se vuelva mi cliente”, me dijo Don Ricardo.

Le agradecí la oferta, le desee buenas noches, y me fui con las flores y mucho que pensar.

Entre lo que pensé, figuraba la situación de Don Ricardo. Desde que lo había visto años atrás me preocupaba el hecho que estuviera trabajando tan tarde entre coches. Un señor de su edad no debería estarse exponiendo de esa manera para poder tener un ingreso; alguien debería velar por él.

Sin embargo, entre el deber y el ser hay mucha distancia, por lo que reflexioné sobre su disposición para trabajar. Vi a Don Ricardo cientos de noches ofrecer flores, pero pocas veces vi que le compraran. A pesar de esto, nunca se mostró derrotado.

Reflexioné sobre cómo tenemos una concepción romántica del trabajo, y nos plantamos estoicos en esta, pues así buscamos dignificarnos. También reflexioné cómo esta concepción romántica del trabajo nos hace insensibles ante la indignante situación que viven miles de personas a diario por la desigualdad económica.

Recordé la visión del gobierno federal, que remueve intermediarios de apoyos sociales y da directamente el dinero a los ciudadanos; así, según esta administración, se combate la corrupción pues no hay recursos para que roben los servidores públicos. Esto nunca me hizo mucho sentido, porque lo que la experiencia ha demostrado es que cuando el gobierno opta por dar dinero en vez de crear programas sociales, especialmente cuando se trata de adultos mayores, el dinero es utilizado y disfrutado por quien administre los bienes de quien debió ser el beneficiario.

De las reflexiones que me generaron la interacción con Don Ricardo, me movió más el darme cuenta del lugar que les damos a los adultos mayores en la sociedad.

El día veintiocho de agosto fue designado por la Organización de Naciones Unidas como el Día de los Abuelos, y esta fecha la hemos relegado tanto como a los mismos abuelos.

Actualmente, estamos acostumbrados a cambios tecnológicos e ideológicos que suceden a gran velocidad, por lo que parece que las habilidades y concepciones propias de los adultos mayores no son vigentes para las necesidades de la sociedad contemporánea. Al considerarlos como una carga, nos ocupamos por atender a “nuestros viejitos”, pero no los hacemos parte ni los escuchamos.

Imaginémonos la frustración que conlleva sentirse limitado físicamente, y aparte que te limite tu entorno.

Este es el caso de los adultos mayores que afortunadamente tienen quienes vean por ellos; hay muchos otros que a pesar de su edad, y el estigma social que hay sobre ellos deben laborar día a día para poder comer.

Quienes ocuparon el mundo muchos años antes que nosotros les rendían más respeto a los adultos mayores. En su experiencia buscaban respuestas a la vida, y escuchaban sus consejos para no repetir los errores que algún día se cometieron. Eran otros tiempos, cuando los conceptos de producción y ganancia no definían las relaciones sociales.

El Día de los Abuelos nos sirve para recordar el cúmulo de información que tenemos a la mano, que no proviene de un aparato electrónico, sino de un ser de carne y hueso que no solo fue testigo de la historia, fue constructor.

De igual manera, nos sirve para hacer conciencia sobre la indignante situación que viven “los viejitos” de nuestra sociedad. Adultos que, como Don Ricardo, a pesar de su edad y lo que ésta implica, solo piensan en trabajar cuando les toca descansar.

No concibo plan colectivo más autodestructivo que continuar promoviendo el descuido del sector de la población que todos estamos destinados a ocupar. La apatía que ejercemos ahora será la misma que sufriremos por los que aún no nacen.

En estos tiempos de producción podemos encontrar en nuestros abuelos las reflexiones que le den sustento a nuestras acciones para aspirar a ser personas más completas. En los adultos mayores tenemos un tesoro que hay que aprender a aprovechar.

Yo fui con Don Ricardo por flores y me llevé mucho más.

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