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Final Feliz

David Moreno
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En la pantalla, por: David Moreno.

​Cinépolis ha decido cerrar todos sus complejos cinematográficos durante el tiempo que dure la contingencia sanitaria provocada por el Covid-19. A diferencia de otros grupos empresariales la cadena ha anunciado que no despedirá a ninguno de sus trabajadores y que les seguirá pagando el sueldo de manera íntegra. Se trata de una medida que habla bien del compromiso social de la compañía. Pero lo más simbólico del asunto es el mensaje que la cadena ha colocado en sus marquesinas para anunciar su despedida temporal: “El cine nos enseñó que siempre hay un final feliz. Te vamos a extrañar. Cuídate”.

​El mensaje es realmente bonito, una buena estrategia de marketing y al mismo tiempo una manera de reconocer a sus clientes y trabajadores. Pero más allá de eso está el hecho de que las marquesinas nos regresan a una parte fundamental de la narrativa audiovisual: la conclusión. Claro, no todas las películas tienen un final feliz, pero lo cierto es que en muchas ocasiones acudimos al cine en la búsqueda de esos finales, aquellos que nos recuerden que no todo es tan malo, que el mundo es una porquería pero que aun en el medio de la misma podemos encontrar eso a lo que Luis Eduardo Aute le dedicó una de sus mejores canciones: la belleza.

​Entiendo que la belleza puede ser un concepto sumamente subjetivo y cuyos estándares estéticos se van transformando con el tiempo. Pero también es cierto que hay narrativas cuyas conclusiones siguen siento emotivas, emocionantes y hermosas y resistentes al implacable transcurrir de Cronos. Para este tecleador de insensateces, un final feliz no es necesariamente aquel en el que la pareja protagonista se abraza mientras el sol se pone tras una cuesta, una música evocadora nos remonta a todos los obstáculos que juntos enfrentaron y la cámara se aleja en un lento “zoom out”. En realidad los finales que a mi me emocionan, que me generan felicidad, son aquellos que golpean directamente a esa parte de mi cerebro en donde se encuentra almacenado mi propio concepto de lo que es bello, esos finales que terminan perfectamente con una historia y que en cada uno de sus cuadros brota un cierre perfecto.

​Es el caso, por ejemplo, del final de Casablanca. Una película que descubrí algo tarde, pero que amé desde el primer momento en el que la vi. Existe un cliché cinéfilo que sostiene que cada vez que veas Casablanca lo harás con la esperanza de que las cosas milagrosamente se transformen e Ingrid Bergman nunca se suba a ese avión que la lleva a libertad pero lejos de Humphrey Bogart. Es el cliché más cierto de todos. Pero a pesar de que ese idílico cierre solo existe en la mente de quienes lo anhelan de manera irremediable, el mirar el final resulta en una experiencia gratificante, única. De hecho si Bergman hubiera bajado de ese avión y hubiese corrido a los brazos de Bogart es muy probable que el cierre del entrañable y emocionante filme de Michael Curtiz no rondara la perfección, que no tuviéramos aquella mágica línea que Bogart le receta al enorme Claude Reins mientras los dos caminan a la vida de fugitivos que les espera. Ya saben (y si no, corran inmediatamente a ver la película) ese final que marca el inicio de una hermosa amistad.

​Pienso en otras películas cuyos finales no son necesariamente los que la mayoría catalogaría como “felices”, pero que están plasmados de hermosura cinematográfica: Rutger Hauer muriendo mientras su existencia se desvanece como lágrimas en la lluvia en la increíble Blade Runner, Robin Williams siendo despedido por sus alumnos después de que la dirección del exclusivo colegio en el que trabajaba le ha culpado injustamente del suicidio de uno de ellos – ¡Oh, Captain, My Captain! recita emotivamente un adolescente Ethan Hawke – en Dead Poets Society o Jacques Perrin viendo emocionado en una sala de ese cine que tanto ha amado el rollo con los fragmentos de películas que ha editado para él Phillipe Noiret en la legendaria Cinema Paradiso.

​Cinépolis tiene razón en lo que ha puesto en sus marquesinas. El cine nos ha enseñado que los mejores finales, los que nos hacen felices, no necesariamente son los que hemos idealizado sino aquellos que concluyen el relato impregnados de valores estéticos y narrativos que les brindan de emoción y, en cierta forma, de esperanza. Esos cierres que nos recuerdan que la vida es imperfecta, que está llena de momentos complicados, pero que las cosas siempre se terminan resolviendo de alguna u otra forma para que la vida siga su indetenible curso. Tal vez en estos momentos en los que las salas han bajado momentáneamente su telón y mientras permanecemos en el refugio de nuestros hogares, valdría la pena – si, a diferencia de millones de mexicanos, tenemos esa oportunidad – regresar a esas películas que un día nos arrojaron a la calle con los ojos húmedos pero con el corazón latiendo intensamente rebosando una extraña pero incomparable sensación, una muy parecida a eso que se denomina como felicidad y que cuyas dosis necesitaremos en los días raros que están por llegar.

David Moreno
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