Por: Manuel Triay Peniche.
No tengo un obituario para ti, habrá decenas que escriban con propiedad el tuyo. Yo he derramado una lágrima, muchas, de las que no se evaporan porque brotan de la fuente inagotable del agradecimiento. 41 años a tu lado me hicieron entender el verdadero significado de la palabra honestidad.
Tu muerte, D. Carlos, me hizo revivir infinidad de momentos y anécdotas que rodearon tu fructífera existencia. Desde las llamadas telefónica de doña Bertita, tu esposa, diciéndome que iba a incendiar el Diario porque nunca te veía en casa -por aquellas jornadas laborales de 16 horas- hasta los regaños de D. Abel, tu padre, porque descubría una falta de ortografía en su periódico.
Es que eso te dibuja pinto y parado. Nunca te alcanzaban las horas para terminar la edición, porque tu oficina carecía de puertas, recibías a Paulino, el de la limpieza, quejándose porque no le pagaron una hora extra, y me podías que averiguara cómo seguía la salud del hijo de aquel Daniel, que limpiaba las prensas, que por cierto falleció muchos años antes que tú.
Y en medio de tanto quehacer, porque fuimos el eslabón entre lo arcaico y la tecnología, porque eras extremadamente exigente con las noticias, porque no te importaba desbaratar una plana las veces necesarias para que no se nos escape nada, me pedías que tuviéramos amor al párrafo, que revisaremos cada uno con detalle para ofrecer nuestro mejor trabajo: bien redactado, con las palabras precisas, corto pero que a la vez dijera todo.
D. Carlos R. Menéndez: necesitaría yo mil ediciones de aquel nuestro Diario para contar un mínimo de tus enseñanzas y de los recuerdos que hoy me invaden, entrelazados buenos y malos, porque veo en tu sala de juntas aquella decena de sacerdotes que envío el arzobispo anterior para condenarte porque no te inclinabas ante sus injusticias y falsedades, sí, la cúpula de aquella iglesia a la que entregaste tanto y por la que tanto hiciste.
Seguro te estarás molestando conmigo en este momento porque son cosas que callaste, pero para qué me las cuentas. Recuerdo que tú sufriste en silencio, porque lo vi en tu cara mientras yo solté mil vituperios, aquella bajeza que también te hicieron cuando llegó el Papa a Mérida, y teniendo tu todo el poder para hacerlo, te quedaste en silencio.
No, no voy a contar estas cosas, ni hablaré de la defensa de la verdad y la justicia que encabezaste en el caso Medina Abraham, ni de cuánto le costó a tu periódico tu lucha por tener gobiernos honestos, ni de todas las auditorías que te hicieron, ni de las veces que te denunciaron penalmente, ni de cuando atacaban tu periódico. Sólo recuerdo esas anécdotas porque siempre te ví muy enterito aunque dentro de ti se debatía un temporal.
Ya, D. Carlos, me voy a callar, pero no dejo de pensar en cuántas ofertas económicas te llegaron por mi conducto, ni las veces que hasta te rogué recibieras a varios gobernadores: Manzanilla, Cervera, Ivonne y no querías porque una cosa te decían y otras hacían.
Ya, termino, ¿recuerdas las miles de veces que te advertía que los panistas se aprovechaban de tu bondad?, y te decía que miles de crímenes se cometían en nombre de “el amo de la 60”. Claro, no lo querías oír y hasta me sacabas de tu oficina.
Ni modo, don Carlos, no cantaré las loas a tu persona, al periodista eximio, al hombre bueno y sabio, al culto y trabajador. No, sólo quise detenerme ante las miles y miles de cosas que se agolparon en mi mente con tu partida. Pero si me pidieran un epitafio para tu tumba, lo haría de una sola palabra que abarca la extensión de tu grandeza: Honesto.