La Revista en la #Cultura
Esteban Goff Peniche
—FUCK OFF! —me gritó un señor que le estaba enseñando a esquiar a una niña pequeña cuando pasé como estrella fugaz a unos centímetros de él. No lo voltee a ver y seguí enfocado en descender en línea recta, hasta que dos trabajadores con chamarra azul me hicieron señas alborotadas para que me detuviera. Reduje mi velocidad,pero no me detuve por completo. Volteé hacia atrás y le levanté el dedo de en medio a mi hermanito.
—Te salvaste que tuve que frenar para no chocar con una señora. — la voz ahogada de mi hermano me dio a entender que estaba ardido.
—No es mi culpa que seas lento. — le dije con una risita burlona.
No habíamos terminado de quitarnos la tabla de nieve cuando vislumbramos a nuestros papás sentados en la terraza de un restaurante, así que nos unimos a ellos a esperar al resto del grupo. La terraza tenía una vista mayestática a la falda blanca de la montaña. Hubiera adorado quedarme allá hasta el anochecer, pero ya eran las cuatro de la tarde y los teleféricos estaban cerrando, así que no pasaron ni unos diez minutos y ya estábamos encaminados hacia la cabaña.
El viaje lo organizaron mis padres junto con unos amigos suyos que tenían hijos de nuestra edad. Me encantaba regresar a la cabaña después de esquiar; todos nos sentábamos en la sala a tomar un chocolate caliente o una cerveza, cada uno contaba anécdotas de sus travesías del díaen la montaña y veíamos juntos los videos esquiando que grabábamos con una cámara GoPro.
Entramos a la cabaña, y mi mamá tuvo una idea brillante:
— Hay que jugar cartas.
La gente pegó brincos y gritos de emoción como si mi mamá hubiera descubierto la cura contra el cáncer. Todos querían jugar. Sin embargo, era el último día del viaje, y no quería desperdiciar mi tarde enjaulado en una habitación. Así, que se me ocurrió una idea mejor…
—Estás loco.
—Todos estamos cansados, ve tú.
Cambié mi chamarra de nieve por una gabardina, y mis pantalones impermeables por unos de mezclilla. Al salir de mi cuarto, encontré a todos sentados alrededor de la mesa, esperando a que mi mamá termine de repartir las cartas. Nadie notó mi presencia en la sala; así que no me despedí, pero antes de salir por la puerta principal de la cabaña, di media vuelta y les grité:
—¡Aprovechen que por primera vez va a ganar alguien que no soy yo!
— ¡Eres un…
El aporreón al cerrar la puerta enmudeció la palabra “pendejo”. Levanté la mirada y sonreí: estaba listo para una aventura.
La tarde era hermosa en Vail, Colorado; el cielo azul fuerte, los rayos de sol acariciaban mi cara, y las calles estaban completamente blancas al igual que los tejados de todas las construcciones y los pinos que adornaban el paisaje. Parecía que Dios había esparcido crema por toda la aldea. Caminé hacia la parada de camión con mis labios partidos por el frío y mis cachetes rojos, pero no me importaba porque sabía que en unos días iba a regresar a Mérida a sudar y matar mosquitos con un bochorno de cuarenta grados.
Trepé al camión (que apestaba a mariguana, por cierto) y me senté junto a una ventana en la que contemplé el recorrido hacia el centro de la aldea. Solo tenía diez dólares,que seguramente iban a ser suficientes, pues no tenía nada planeado; solo quería pasar un rato acompañado de mis propios pensamientos, un momento de paz alejado de los ineptos de mi cabaña.
Finalmente llegué. Al bajar del camión contemplé el entorno: había muchos restaurantes y tiendas de golosinas alrededor de una pista de hielo que aparentaba ser el corazón del lugar. Los restaurantes tenían terrazas que se asomaban a la pista, donde muchas familias degustaban una cena, y grupos de amigos brindaban con ánimo. Había niños jugando y corriendo por todo el lugar, unos se lanzaban bolas de nieve y otros patinaban sobre hielo. Pero lo que más me llamó la atención fue que toda la gente tenía una sonrisa en su rostro. Se escuchaban risas y murmullos provenientes de los restaurantes, gritos y carcajadas en la pista; era imposible no sentirse feliz.
Me senté en una banca vacía cerca de la pista, y sin darme cuenta comencé a sonreír. Justo frente a mí, cruzaron dos niños que parecían de trece o catorce años, fumando cigarros descaradamente. Seguro son mexicanos, pensé sin evitar que se me salga una carcajada al aire. Era muy extraña la alegría que sentía al observar a los turistas.
El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte detrás de las montañas de nieve, pero el sitio seguía oliendo a alegría. Me puse de pie y me recargué en el barandal de la pista sin que se me borre la sonrisa de la cara. Cerré los ojos suavemente para permitir que los últimos destellos del sol calienten mi rostro, y cuando lentamente los volví a abrir…
…hice contacto visual con ella.
Inhalé después de cinco segundos y traté de asimilar lo que acababa de ocurrir: había hecho contacto visual con una niña. Normalmente cuando eso me pasa, desvío la mirada enseguida. Esta vez, ni ella se sintió incomoda, y sin apartar sus ojos de los míos, me lanzó una sonrisa sutil, y siguió patinando. ¡Vaya sonrisa!
Era blanca, tenía una banda rosa en la cabeza que le cubría las orejas y mantenía su pelo castaño apartado de su frente, haciendo que resalten sus frondosas cejas que protegían sus enromes ojos cafés claro. Parecía un poco más chica que yo. La seguí observando patinar junto a dos niños pequeños, jugaba y reía con ellos. Los cargaba y les daba besitos en las mejillas, giraba en su propio eje como bailarina y los pequeños tropezaban al intentar igualarla. Patinaba con tanta naturalidad que daba la impresión de serun ángel rebotando en nubes celestiales.
La miré unos quince minutos hasta que la noche venció a la luz y tuvieron que desalojar a toda la gente de la pista. Tenía muchas ganas de hablarle, con tal de observarla de cerca. No me importaba que me conociera, yo solo quería seguir viéndola. Pero soy muy maricón con las niñas, así que hui hacia la heladería detrás de mí que se veía muy acogedora.
Por dentro era aún más agradable. La calefacción me permitió sacar las manos de mis bolsillos y respirar sin que se me congelaran las fosas nasales. Me puse en la fila detrás de tres personas y le eché un vistazo al menú de helados en la parte superior del mostrador, aunque en realidad no era necesario hacerlo porque siempre ordenaba mi sabor favorito.
Saqué mi celular para responder unos mensajes mientras la señora en turno se decidía por el sabor de su helado, yescuché la campana de la puerta que suena cada vez que se abre. No voltee a ver quién entró porque estaba muy entretenido leyendo los mensajes de mi grupo de amigos. La gente se estaba riendo en el grupo y yo quería saber la razón; le di clic a un audio que mandaron, subí el volumen a todo lo que da, y le tuve que poner pausa de inmediato porque era una grabación de gemidos sexuales femeninos.
La heladería enmudeció y la gente delante de mí volteó para descubrir al degenerado que reprodujo los gemidos. Pero en vez de avergonzarme, yo igual voltee hacia atrás para hacer creer a la gente que los puso la persona detrás de mí, y cuando voltee…
…me encontré con esa misma mirada.
No mames.
—Siempre le pasa lo mismo a mi papá —me dijo con la misma sonrisa enorme con la que me había atrapado hace unos minutos.
—Te juro que no entiendo por qué sigo cayendo —le respondí y continuamos riendo.
Bromeamos del mismo tema por un rato, hasta que la señora de la heladería me preguntó que quería ordenar. Pero antes de ordenar tuve una mejor idea:
— ¿De qué sabor te gusta? Yo te invito, —me mostré amigable con la hermosa niña de la bandita rosa.
—No, no tienes que hacerlo.
—En serio, yo quiero regalarte un helado, —le dije muy seguro.
—Bueno, quiero uno de vainilla en vaso, —levantó ligeramente sus hombros y se sonrojó.
—Dame dos helados de vainilla, —le dije a la señora—, en vaso por favor.
Pagué los helados y salimos juntos de la tienda. Propuse sentarnos en la misma banca donde estaba anteriormente y accedió. Platicamos muy fluido para mi sorpresa. Me contó de su viaje y su afición a los deportes de nieve. Era mexicana y sufría que no existieran montañas donde poder esquiar en nuestro país. Sentí que esta niña tenía una vibra diferente, no sé lo que era, pero con ella me sentía muy natural y confiado. Estábamos tan concentrados platicando que casi ni tomábamos el helado. Quería que ese momento nunca acabara.
Le mostré uno de los videos en los que hacía saltos y me golpeaba cuando caía, pero una voz masculina nos interrumpió.
—Vente, ya vamos a ir a cenar, —habló un tipo y le extendió una mano a la hermosa niña de la bandita rosa. Tenía barba completa, elegantemente delineada y era quizá unos cinco centímetros más alto que yo.
—Él es mi novio Mau, —señaló la niña de la bandita rosa.
—Qué onda, —nos dimos la mano y me sonrió tan agradablemente que me sorprendí.
—Perdón por llevármela, pero nos están esperando para cenar, —dijo Mau.
—No te preocupes, —respondí sin levantarme de la banca
—Bye, me encantó conocerte, —me dijo la niña, y me clavó un beso suave en la mejilla.
—A mí igual, disfruten su cena, —añadí fingiendo mi sonrisa.
Apenas se largaron, dejé de sonreír por primera vez desde que llegué al centro de la aldea. Se marchó la niña y ni siquiera le pregunté su nombre, ni ella él mío. Al menos, sé cómo se llama su novio.
Derramé mi helado sobre la calle y patee el vaso, porque para ser sincero, siempre he odiado el helado de vainilla.