El proceso electoral en Honduras vive momentos de tensión inédita. El recuento de los votos emitidos el 30 de noviembre, en unas elecciones que definirán al nuevo presidente, se ha demorado considerablemente. A pesar de que los porcentajes preliminares colocan al candidato conservador Nasry “Tito” Asfura ligeramente por delante —con cerca de 40.5 % frente a un competidor liberal cercano— cerca del quince por ciento de las actas presentan irregularidades, por lo que aún deben ser revisadas.
La situación escaló cuando Donald Trump intervino de forma directa en el debate político hondureño: primero respaldando abiertamente a Asfura y, poco después, anunciando el indulto del expresidente Juan Orlando Hernández —condenado en Estados Unidos por narcotráfico. Esa decisión encendió las alarmas de muchos, pues implicó reavivar una figura ampliamente repudiada por acusaciones de corrupción y criminalidad, justo antes de que los ciudadanos depositaran su voto.
El respaldo externo y el indulto han generado señalamientos de interferencia extranjera en los asuntos internos de Honduras. La presidenta del país y su gobierno denunciaron lo que calificaron como un “golpe electoral en marcha”, acusando manipulación del sistema de transmisión de resultados, amenazas políticas y coacción del electorado —aunque no han presentado pruebas concluyentes hasta ahora.
Para muchos hondureños, este contexto difícil convive con una profunda desconfianza institucional. Algunos sectores temen que el conteo detenido, las presiones externas y las maniobras políticas puedan socavar el principio de soberanía popular. La incertidumbre se extiende: aún no se sabe cuándo serán anunciados los resultados definitivos, ni si serán aceptados por todos los actores.
Este episodio representa una encrucijada para Honduras. Por un lado, enfrenta la opacidad de un recuento prolongado y plagado de cuestionamientos. Por otro, arrastra en sus lomos el peso del indulto polémico, la influencia de poderes externos y la duda colectiva sobre la legitimidad del proceso. Para muchos ciudadanos, la urna se ha convertido en un símbolo de esperanza y a la vez de temor: esperanza de un cambio real; temor de una democracia comprometida.


