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La gran estafa sepulta a la vieja clase política

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Por José Buendía Hegewisch

La detención de Rosario Robles es otra pala de tierra para excavar zanjas con gobiernos anteriores y sepultar a su clase política. Las acusaciones en su contra por la Estafa Maestra o las investigaciones a Emilio Lozoya en los casos de Odebrecht, Nitrogenados y una larga lista de dependencias implicadas muestra la extensión de la corrupción en el último sexenio, pero no la profundidad de la decisión o preparación del actual gobierno para ir más allá de golpes mediáticos hasta atacar las tramas institucionales en que se urdieron. Por lo pronto, a la 4T le urge demostraciones contra la impunidad para convencer de la ruptura con la tradicional forma de ver y ejercer el servicio público como botín personal.

La lista de casos de presuntas operaciones irregulares con recursos públicos y escándalos de corrupción salpica por los cuatro costados al pasado gobierno, pero su condena no equivale a acabar con la corrupción, ni tenerla como el fin de la “impunidad”, como destaca el presidente López Obrador del proceso de Robles.

Tan así que ha abierto amplias especulaciones sobre el sentido de su encarcelamiento, si se trata del fin de un pacto de impunidad con el gobierno anterior o una maniobra de distracción ante las crecientes dificultades económicas, incluso una venganza contra quien se asume como perseguida política, igual que Lozoya.

No obstante, es el proceso de mayor jerarquía de un funcionario del gobierno de Peña Nieto y, sobre todo, reúne cualidades sobre el modus operandi de la corrupción en anteriores administraciones, principalmente del PAN y del PRI. La denuncia de la Estafa Maestra sacudió al gobierno de Peña Nieto por originarse en observaciones de la ASF e implicar a 11 dependencias federales en el desvío de recursos de programas sociales, como la Cruzada contra el Hambre, a pesar de lo cual la autoridad nunca hizo nada. Peor aún, mereció aquel “tranquila, Rosario” de respaldo público del expresidente, que se convirtió en símbolo de la protección oficial que anuda las tramas de corrupción, incluso cuando alcanzan notoriedad pública con reportajes periodísticos como en este caso.

Las acusaciones de omisión y uso indebido del cargo público contra la ex secretaria sirven al gobierno de López Obrador para exhibir las viejas prácticas de la corrupción y a la investigación judicial para remover la cohesión del mundo político en la cobertura de ellas. Las confesiones de la acusada han llevado al juez a recomendar investigar a otros funcionarios como el propio ex mandatario y el ex candidato presidencial del PRI, José Antonio Meade. Pero es menos claro su compromiso para desmontar tramas institucionales que involucran a ocho universidades, 38 empresas (fantasmas) y más de 50 funcionarios de distintos niveles a las que apuntan las revelaciones de la ASF y miles de informaciones de solicitudes al Inai. Tampoco los métodos de la justicia para encauzar investigaciones y desconfianza por el abuso de la prisión preventiva justificada.

La prisión preventiva contra Robles, en efecto, es incómoda para la clase política y un fuerte mensaje que los saca de la zona de confort tras sentirse lejos de la mano de la justicia como intocables. La comunicación es positiva, como el ejemplo que tanto defiende López Obrador como estrategia contra la corrupción, sin olvidar que el enjuiciamiento del pasado ha formado parte de los recursos de los últimos seis gobiernos para convencer de su voluntad de atacarla sin realmente hacerle mella.

Pero más allá del impacto político, la ampliación de líneas de investigación —como pide el juez— debe ser una oportunidad para trascender también la tradición de ofrecer casos emblemáticos para crear la ilusión de atacar la corrupción. El auténtico compromiso contra ella es desmantelar las redes a través del fortalecimiento institucional de la justicia y del acceso a la información pública que fue determinante para el conocimiento de la gran estafa que sepultó al sexenio de Peña Nieto.

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