El Gobernador ordenó el secuestro
Por Manuel Triay Peniche
“Manuel, acaban de secuestrar al charras”, me informó una noche mi amigo Franklin Alonzo Cabrera. Era el 13 de febrero de 1974, la orden había salido de Palacio, directamente del gobernador Carlos Loret de Mola, orden que concluyó horas después cuando una pistola calibre 22 del policía Pérez Valdez, segó la vida del líder estudiantil, Efraín Calderón Lara.
“11 definitivo” fue la clave con la que los uniformados de la Dirección de Policía del Estado informaron a su jefe, el coronel Felipe Gamboa, del asesinato cometido quizá por falta de comunicación entre los agentes y sus jefes, o por ineficiencia de los oficiales, pero ninguna de esa u otras razones eximía al propio Loret de Mola ni a los uniformados de su responsabilidad.
¿Y quién era el charras?. Resumámoslo así: 25 años, recién egresado de la Faculta de Derecho de la Uady, encabezó, al igual que varios otros líderes estudiantiles una marcha del edificio central de la Universidad al Monumento a la Patria, con motivo del segundo aniversario del asesinato de Genaro Vázquez, un líder guerrillero mexicano.
A partir de entonces, el Charras comienza a formar sindicatos reales, ajenos a la CTM del PRI, en la Conasupo, en zapaterías de Ticul , la Unión de Camioneros de Yucatán donde secuestran 150 unidades para reforzar su demanda laboral, medida que paralizó gran parte de la ciudad.
Para tratar de quebrar a Efraín, el gobierno del Estado le pidió que el sindicato de choferes de la Unión, que fue el primero, lo afiliara a la CTM y a cambio recibiría una “cantidad suculenta”, automóvil y un viaje a la Unión Soviética porque el Gobierno y el sector privado identificaban al joven líder con el comunismo, un movimiento político y socioeconómico que en aquellos tiempos aterró al mundo y en especial al sector privado.
El caso es que “el charras” estaba creando un caos en el sector laboral y político, y así amaneció el 13 de febrero de 1974, día en que estallaría una huelga en la empresa Cusesa, propiedad o copropiedad de don Ulises González, quien posteriormente sería alcalde de Mérida. El y otros empresarios acudieron a Palacio en busca de la ayuda del gobernador y éste ordenó el secuestro de Efraín “para que no interviniera más en el conflicto”.
Yo me reunía todos los días a la una de la tarde con el gobernador y me aprendí muchos de sus dichos y de sus gestos. Parece que viví aquella orden, aunque, obvio, no estuve presente: “Coronel no quiero a ese muchacho, no quiero volver a verlo”. Y no porque precisamente estuviera pidiendo que los asesinaran, pero por sus formas y sus modos, esa pudo ser su expresión al dictar lo que luego se convertiría en sentencia de muerte.
Gamboa, militar retirado, tipo sencillo quien a veces aparecía con un rosario en la mano, llamó a su segundo, al subdirector Carlos Marrufo Chan y éste al comandante Víctor Chan López y entre estos dos organizaron el secuestro. Chan le encomendó la tarea al policía Pérez Valdez y éste reclutó a Néstor Martínez y a Carlos Sáenz.
Pérez Valdez, quien a la postre sería el homicida material, recibió una pistola calibre 22.
Y se cumplió la encomienda, pero también fue secuestrado Pedro Uc, amigo y compañero de lucha de Efraín, y después lo bajaron del vehículo.
Siguieron horas de incertidumbre, hasta para los secuestradores que no sabían qué hacer con el “lidercillo” a quien pasearon varias horas por la ciudad, sin los ojos vendados lo que antemano ya significaba muerte. De un lado a otro aquellos policías llegaron a la carretera a Chetumal donde, trascendió, “el charras trató de fugarse”: que si se ´puso flamenco, que si pidió permiso para orinar y se quiso internar al monte, etc. Lo cierto es que un disparo oficial cobró una vida. Efraín Calderón Lara acabó ahí, pero su imagen siguió causando disturbios, molestias e intranquilidad, pero dejó una enseñanza profunda que hasta hoy debe ser motivo de reflexión e inspiración.