La Revista

La representación del rol de la mujer a través del arte

Aída López Sosa
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Cultura, por: Aída María López Sosa. 

aidamarialopez64@gmail.com

La genialidad humana
nunca se manifestó de manera tan luminosa como en el Renacimiento. El hombre se
atrevió a surcar los mares en busca de la conquista. Nació la imprenta con la que fue posible cambiar la historia de la humanidad. Los inventos de Leonardo da Vinci
fueron útiles a la postre. Nicolás Copérnico elevaba la mirada al firmamento
para descubrir los enigmas del cosmos en busca de constelaciones. En el arte
Miguel Ángel, Rubens, Caravaggio realizaban esculturas y pinturas que vestían
las iglesias y los palacios de los mecenas. La Literatura conoció la genialidad
de William Shakespeare, Miguel de Cervantes y el Siglo de Oro a los poetas Lope
de Vega y Quevedo. Ante el desfile de inteligencias en las distintas
disciplinas del arte y la ciencia nos cuestionamos, ¿dónde estaban las mujeres?
las madres de esos genios, las hermanas, las esposas, las tías, las amantes. La
pintura es testimonio del quehacer de estos seres considerados inferiores desde
la matrilinealidad hasta la subyugación heteropatriarcal.

El vestuario era sinónimo
de estatus, ya que la forma, las telas, los colores, la largura, el escote,
eran códigos de la condición de la mujer desde si era casada, viuda, doncella o
sirvienta. Eran pocas las mujeres, principalmente de cuna noble, las que tenían
la posibilidad de cultivar el arte en alguna de sus expresiones: música, pintura,
literatura, pero no como medio de subsistencia, sino como afición. Siendo tan
difícil encontrar en la historia a alguna mujer del Renacimiento que se haya
dedicado profesionalmente al arte, es propicio mencionar a Artemisia
Gentileschi (1593-1656), pintora del barroco influenciada por Caravaggio en sus
claroscuros, la primera mujer que se hizo miembro de la Academia de Bellas
Artes de Florencia y de ser conocida a nivel internacional. Sin embargo, en un
mundo de hombres no se salvó de ser violada por su maestro que era incluso
amigo de su padre, quien también era pintor. Una de sus obras: Judit y su doncella, oleo pintado entre
1625 y 1627, cataliza el coraje de haber sido abusada. Artemisia dramatiza la
tensión del pasaje bíblico en la composición cuando la joven viuda Judit con
una espada le corta la cabeza a Holofernes y se la entrega a su doncella para que
la guarde en un saco.

Un siglo después,
encontramos a Marie Louise Èlisabeth Vigée Lebrun, esposa de un pintor y
coleccionista, quien se cotizó como la pintora francesa más famosa del siglo
XVIII, miembro de las Academias de Florencia, Roma, San Petersburgo y Berlín, gracias
a su amistad con la archiduquesa Maria Antonieta de Austria, reina consorte de
Francia y de Navarra a quien retrató en varias decenas de pinturas. Sin
embargo, pese a su condición “privilegiada”, no se libró de que su marido se
gastara el dinero que ella ganaba en prostitutas y juegos de azar y terminara
exiliada tras la caída de los monarcas.

Pero esta dupla de
mujeres afortunadas en distintas latitudes y épocas no es aproximación de lo
que vivían las demás. Una serie de pinturas dejan claro el papel de las mujeres.
Henry Robert Morland (1716-1797) pintó Una
empleada de lavandería planchando.
Su obra está enfocada en escenas
domésticas o empleadas de ostras. El sueco Axel Jungstedt (1859-1890) pintó Lavando en el río, un grupo de mujeres
de campo lavan con el agua del río en recipientes de madera mientras los niños
cuidan la leña donde hierve la ropa. Algunos de los trabajos que hacían las
artesanas es el que se ve en el Interior
de un taller de dorado de marcos
, pintado por el francés Emile Adan (1839-1937).

El pintor belga Alfred
Bastien representó a La madre del artista,
sentada en el rincón de la cocina con su perro a los pies y semblante abnegado.
En la mesa hay una silla vacía seguramente esperando que su hijo artista
llegara a comer donde lo espera un pan enorme solo para él. ¿Cómo estarían las
madres cuyos hijos no tenían el privilegio de ser artistas? Quizá como la Anciana del suizo Jean- Ètienne Liotar
(1702-1789), una aldeana que se quedó dormida en su sillón con un inmenso libro
en el regazo, mientras la mesa pequeña donde descansa su brazo esta con la
comida sin terminar.

Las hermanas mayores que
no venían de la nobleza se hacían cargo de los pequeños, quizá, mientras la
madre se dedicaba a las labores hogareñas. El pintor francés William-Adolphe
Bouguereau (1825-1905) escenificó la vida de campo en La hermana mayor, quien descalza sostiene en los brazos a un niño
de meses que plácidamente duerme. Pintura que contrapuntea La sonatina del británico John Collier (1850-1934), donde pintó a
una niña con zapatillas tocando el violín.

En otro óleo, el italiano
Silvio Giulio Rotta (1853-1913) pintó una escena de realismo social: La joven madre, quien por la vestimenta
y la cuna de velos y encajes sobre una base, se deduce que es el retrato de una
noble que posó para el pintor. En contraposición una aldeana mece a su recién nacido
en una cuna de madera asentada en el suelo. Orgullo
Materno
es del austriaco Franz von Defregger, quien se especializó en la
producción de pinturas de arte e historia de género de su ciudad natal.

Han van Meegeren
(1889-1947), pintor holandés, inmortalizó a un miembro de la realeza: Mujer leyendo música. Mientras el pintor
de género alemán Walter Firle (1859-1929) en Lección de música escenifica el momento en el que una anciana toca
el piano y cuatro jóvenes la rodean cantando. Las mujeres nobles también
pintaban como se aprecia en El estudio de
Alfred Stevens (1823-1906).

A través de la pintura de
género los hombres dejaron testimonio del papel de la mujer en la sociedad
antes de que el movimiento femenino irrumpiera en la segunda mitad del siglo
XX.

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