Entre letras, papel y tinta, por: Manuel Triay Peniche.
Era una noche cualquiera de la semana, como otras tantas cuando mi cuñado Eduardo Menéndez Rodríguez esperaba en la terraza de mi casa, ocasionalmente con alguna bebida espirituosa en la mano, pero ésta vez con un proyecto que me espetó a bocajarro:
-Manny vamos a hacer una revista.
Eduardo, como sus hermanos y primos, su padre y abuelo también, había nacido en una cuna de letras, papel y tinta. Para los Menéndez el periodismo era lo suyo, desde la Redacción hasta las rotativas, igual armaban una nota de toros que una de arte, o desarmaban y operaban un linotipo.
Eddy, así llamado en casa, era un tipo empático. De hecho mi primer contacto familiar, mi amigo más cercano. De plática amena, cautivador, palabra fácil, acaparador de grupos. Entonces compartíamos carencias y domingos también, todos rodeados de camaradería, de esa que sólo surge cuando existe plena confianza mutua.
Cuando su padre el periodista D. Mario Menéndez Romero vendió sus acciones del Diario de Yucatán, Eddy incursionó, a muy corta edad -19 años- y gran osadía, en el mundo del turismo: primero como gerente de una línea aérea regional y posteriormente en el ramo hotelero.
Su querencia por el periodismo era muy marcada y regresó al ruedo con la revista “Por Esto”, propiedad de su hermano Mario, pero su permanencia fue efímera. Los liderazgos no se comparten.
Eddy y yo hicimos nuestros muchos momentos de plática y confesiones. Éramos muy distintos y disentíamos en muchísimas cosas, pero el respeto y el cariño nos mantenían unidos, presumo hoy, como buenos hermanos. Así andaba en mis cavilaciones cuando escuché la segunda parte de su comentario:
-Seremos socios al 50 por ciento.
-No, no puedo.
-Cómo va a ser, eres periodista, tienes contactos y juntos vamos a hacer una revista como no hay otra en el Estado.
-No puedo, sabes que trabajo en el Diario y no puedo participar en otra publicación.
– No tiene que ver una cosa con la otra, son cosas diferentes. Mira te aseguro que va a ser un exitazo.
Sí, dije para mí, pero no puedo poner en riesgo mi trabajo. Conozco a los señores del Diario y estoy seguro que no verían con buenos ojos esa dualidad, y menos con otro Menéndez. Además, siempre he pensado que amigos o familiares no debemos compartir negocios.
-No Eddy, yo te ayudo en lo que pueda, pero no arriesgo mi trabajo.
Su poder de convencimiento, notable como pueden atestiguar quienes lo trataron, no pudo con mi decisión. Sin embargo, me sentiría muy bien echándole una mano y así lo hice en medio de mis limitaciones.
Tú súbeme al tren y lo demás corre por mi cuenta –me había dicho aquella noche y así lo hice: Primero con el gobernador Víctor Manzanilla Shaffer, después con algunos otros políticos incluido el secretario de la Reforma Agraria Víctor Cervera Pacheco.
El primer número lo planeamos en casa e incluía, además de lo político, deportes y una sección cultural. La primera entrevista fue al gobernador, recuerdo que comencé a redactarla en mi comedor y me venció algo que, según yo, era un principio de ética. La terminó Eduardo con toque de verdad sorprendente para mí, porque no lo había leído antes.
Hablamos del “logo”, de sus colaboradores, y bajo mi recomendación contrató a Pedro Pacheco Herrera como jefe de Redacción y, el 30 de septiembre de 1988 salió a la luz el primer número. No había para mucho, ni para festejarlo como hubiéramos querido: entonces la casa de la naciente Revista Peninsular era una bodega con muebles prestados y dedos cruzados a ver si salía el número dos.
Hubo dos, y tres y hasta el número 536 cuando una desventurada mañana el director general de La Revista entregó su alma al creador en el campo de batalla, como mueren los valientes. Eddy se preparaba para un viaje de trabajo a Campeche y cayó en su propia oficina fulminado por un síncope cardíaco que nos arrebató al amigo, hermano y periodista.
Terminada la misa de cenizas en la iglesia de San Jorge unos golpes leves, tímidos, llamaron a mi puerta: Tío qué sigue, cómo le hacemos con La Revista, me dijo mi papá que si él faltaba acudiera a ti.
Hijo de tigre pintito, dice antiguo y sabio refrán. Rodrigo, el heredero, no requería de consejo. Antes que yo abriera la boca él ya había resuelto el futuro. Vendió su camioneta, tocó dos o tres puertas y La Revista Peninsular comenzó a navegar viento en popa.
Transcurridos los años, aquella idea que surgió una noche cualquiera en la terraza de mi casa, se ha convertido en una empresa consolidada, con moderna imprenta propia y una oferta en el mercado que, no tengo la menor duda, habría convertido a mi amigo Eduardo en el padre más orgulloso.
Con esta crónica, a tres décadas de aquel incierto inicio, y en el número 1507 de esta publicación, queremos hacer un reconocimiento a dos hombres dedicados con amor y convicción al trabajo, que se formaron con la férrea voluntad que enseñan las vicisitudes. Mi afecto y cariño inquebrantable para padre e hijo, para don Eduardo Menéndez Rodríguez y Rodrigo Menéndez Cámara.