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La salud y el poder

Jorge Fernández Menéndez
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Razones, por: Jorge Fernández Menéndez.

En Campeche, José Antonio Meade planteó
algo que no fue tomado muy en serio ni por analistas ni por sus rivales para el
primero de julio próximo: el tema de la salud de los candidatos. Propuso que
todos se hicieran un examen de salud y toxicológico, realizado por
especialistas y que sus resultados fueran públicos. Ricardo Anaya contestó que
él sí pasaba el examen físico, mental y toxicológico, y López Obrador reconoció
que tenía hipertensión y que tomaba “un coctel de medicamentos” para
controlarla. Algunos supusieron que con eso se acababa el debate. Pero la
verdad es que Meade puso sobre la mesa un tema que puede ser un importante
factor en la campaña.

En casi todas las democracias del mundo
los candidatos presidenciales, en algunas otras, todos los que buscan algún
puesto de elección popular o simplemente de poder, presentan sus análisis
médicos, la situación de su salud. Se comenzó con esa práctica porque son
muchos los casos donde la salud de un Presidente o un alto funcionario han
tenido influencia en su comportamiento. John F. Kennedy, Presidente que muchos
admiramos y que murió asesinado en Dallas, sufría de graves problemas de salud
que nunca se divulgaron hasta después de su muerte: sufría de la enfermedad de
Addison, un raro desorden que destruye las glándulas suprarrenales y genera
fatiga, anorexia, náuseas, pérdida de peso, hipoglucemia, hipotensión daños de
la piel y las mucosas.

Tenía terribles dolores de espalda, que
en ocasiones lo inmovilizaban; con inyecciones de testosterona suplantaba la
falta de energía provocada por la carencia de adrenalina. Además de hormonas,
Kennedy consumía antiespasmódicos para controlar su inflamación permanente del colon
y antibióticos para una infección urinaria permanente. También tomaba
antihistamínicos para combatir las alergias, eso le provocaba depresiones que
controlaba con estimulantes, sobre todo anfetaminas. La ansiedad y el insomnio
que éstas le provocaban lo anulaba con barbitúricos.

Uno de sus antecesores, Franklin
Roosevelt, el presidente que fue clave para ganar la Segunda Guerra Mundial,
sufría de polio y no podía caminar por sus propios medios. La información,
prácticamente, se le ocultó a la mayoría de la población, aunque era un hecho
evidente. Años después de que dejara el poder supimos que el presidente Ronald
Reagan, ya sufría de Alzheimer durante los últimos años de su mandato, su
capacidad ya estaba disminuida, pero su enfermedad fue ocultada por su equipo
y, sobre todo, por su esposa Nancy hasta dejar la Casa Blanca.

Cuando estaba a punto de perder la
Presidencia estadunidense, Richard Nixon estaba tan desequilibrado y paranoico,
bebía tanto y tomaba tantas pastillas que el secretario de Estado, Henry
Kissinger, acordó con el secretario de la Defensa y con el jefe del Estado
Mayor conjunto que no aceptarían ninguna orden militar del mandatario que
tuviera repercusiones graves, mucho menos la de lanzar un ataque nuclear.

En la reciente campaña electoral
estadunidense, fue crítico para Hillary Clinton un desvanecimiento que sufrió
en Nueva York y su pasado de enfermedades cardiacas.

El actual presidente Donald Trump según
una organización de profesionales de la salud mental, “no está sicológicamente
en forma para ocupar el cargo”, dice que sufre distintos desórdenes mentales,
entre ellos una personalidad antisocial y narcisista, marcada por un enorme
caudal de mentiras (más de una por día, en declaraciones públicas, según medios
estadunidenses).

Durante meses se le ocultó a los venezolanos
la enfermedad de Hugo Chávez y se cree que hasta su muerte, anunciada tiempo
después de ocurrida en La Habana, porque no quiso tratarse en su país. Nunca
nadie supo cuáles eran las dolencias que incapacitaron a Fidel Castro.

En México, Adolfo López Mateos sufría de
dolores de cabeza, causados por aneurismas, que lo dejaban paralizado, a veces,
durante días. Después se descubrió que en realidad tenía una enfermedad
cerebral que lo dejó en coma durante dos años apenas a tres años de haber
dejado el poder. Murió a los 61 años. Durante sus dolencias en Los Pinos era
Gustavo Díaz Ordaz quien atendía el gobierno y él fue su sucesor, otro hombre
que tenía distintos dolencias que jamás fueron reveladas públicamente.

La lista sería, en México y en el mundo,
casi interminable. Evidentemente estar enfermo no necesariamente inhabilita a
alguien para ejercer el poder, pero en muchas ocasiones es un condicionante
clave para decidir si esa persona puede o debe ejercerlo. Hemos tenido en el
pasado una y otra vez rumores sobre enfermedades reales o supuestas de
candidatos y presidentes, pero jamás se les ha exigido a éstos que presenten un
estudio de su salud realizado en forma independiente, como ocurre en muchas
otras naciones.

Meade ya puso ese tema sobre la mesa y
tanto Anaya como López Obrador han dado una respuesta vacía. En los próximos
días Meade dará a conocer su estado de salud. ¿También lo harán sus adversarios
para el 2018? No es una banalidad, puede ser un capítulo central en la campaña
electoral.

Jorge Fernández Menéndez
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