Por: Cristina Padín
Por supuesto había leído En busca del tiempo perdido. También
Cien años de soledad. Era un tipo normal que leía y disfrutaba de la palabra.
Hablaba de cosas normales en días normales. Como era la primera semana de diciembre
hablaba de poner el belén (y de los regalos de los Reyes Magos y de esa absurda
idea que hay ahora en algún hogar de desvelar muy pronto su secreto).. hablaba
de zapatos, de queso con uvas, de Ribeira Sacra, un destino que enamora, de
sexo, de dolor de espalda, del precio del marisco.
No hablaba de batallas de más de quinientos años.. simplemente
hablaba de cosas normales.
Fue al lugar y bebió vino tinto. El que pedían las bajas
temperaturas de la época. Y la tapa de tortilla. Algo sencillo. No hay
necesidad de presumir de platos ostentosos y en verdad no hay necesidad de
presumir. El que lo hace está muy vacío, todavía no ha rellenado el alma con
nada que importe. Y la tortilla era exquisita. Un clásico. Transportó su mente
a la aldea, a la abuela, al primer día de vacaciones de Navidad, hizo que su
corazón viajara a noches de amigos (que siguen siendo amigos, no resultaron ser
de los que huyen cuando conviene), a citas con ella, a comidas familiares.
Huevos, aceite, patata, sal. Amor, saber, estar, hacer.
La tortilla le hizo feliz. Y la felicidad se refleja en el
rostro. Acudió a ver a un vecino, viejo aficionado al toreo y a la guitarra que
convalecía en un hospital. Y después tomó el tren. La valentía que siempre
demostraba iba con él hacia el lugar donde era necesaria. De la tortilla, como
ocurriera en la literatura con la madalena, se llevaba la fuerza.
Se me ocurrió este relato ayer tras comer en un lugar y tras
ver una película
A la tortilla: un manjar
A la amistad real
A M, B, JC.. hoy a estos tres
A Luis
A los que saben estar y a los que no presumen, los presumidos
me aburren
A los cuentos
A Ribeira Sacra y sus aventuras
Al toreo
A la guitarra
Y a la valentía
