La Revista

Lesa majestad

Pascal Beltrán del Rio
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Por: Pascal Beltrán del Río.

“Sólo queda reír ante la estupidez de los hombres que
creen que el despotismo del presente puede borrar la memoria de las futuras
generaciones”, escribió el historiador romano Cornelio Tácito en sus Anales, al
comentar el proceso penal contra su colega Cremucio Cordo, quien se había
dejado morir de hambre para evitar su inminente ejecución.

¿Qué había hecho Cordo? Ensalzar en un texto a Marco
Bruto y Gayo Casio, dos de los conspiradores que acabaron con la vida de Julio
César y llamar al segundo de ellos “el último de los romanos”.

El proceso contra Cordo fue parte de los llamados
“juicios de alta traición”, instaurados por el emperador Tiberio, entre los
años 15 y 37 de nuestra era, para perseguir a quienes consideraba incómodos o
indeseables.

La base legal era una legislación promulgada por el
Senado más de un siglo atrás a instancias de Lucio Apuleyo Saturnino, tribuno
de la plebe, quien recurría a tácticas demagógicas para hacer avanzar su
carrera política. La llamada Lex Appuleia de maiestate, o Ley de lesa majestad,
ordenaba el castigo para quien perjudicara con sus actos la integridad de Roma.

Es el antecedente milenario del delito de traición.

Muerta la República, la legislación fue revivida por
Augusto, sucesor de Julio César y primer emperador romano, con la finalidad de
mantener su poder absoluto. Fue Tiberio el primero en echar mano de él. La
interpretación que se le dio en ese tiempo fue que como Roma era encarnada por
el princeps o “primer ciudadano” (título formal emperador), entonces cualquier
ofensa contra él constituía un acto que perjudicaba al imperio.

Una de las primeras acusaciones de lesa majestad o
traición recayó sobre una mujer: Apuleya Varila, sobrina nieta de Augusto, fue
acusada por un delator por haberse burlado de Tiberio, pero, al no poder
probarse el señalamiento, terminó sentenciada a un destierro por adulterio.

En el año 24 fueron llevados a juicio un padre y su
hijo, ambos llamados Vibio Sereno. Arrastrado desde el exilio, andrajoso, sucio
y cargado de cadenas –cuenta el historiador Narciso Santos Yanguas, de la
Universidad de Oviedo, en su investigación sobre las acusaciones de alta
traición en la época de Tiberio–, el padre escuchó a su hijo acusarlo de haber
tramado acechanzas contra el emperador, financiado por el exmagistrado Cecilio
Cornuto.

El padre desmintió al hijo diciendo que Cornuto era
inocente y que difícilmente habría podido tramar el asesinato de Tiberio y un
golpe de Estado con un solo cómplice. La condena fue el destierro del padre.
Enterado de las acusaciones, Cornuto se suicidó, lo que, de acuerdo con la
costumbre, impedía que los delatores recibieran recompensa alguna. Pero Tiberio
se opuso, argumentado que ello pondría al Estado al borde del precipicio. Así,
escribe Tácito, se aseguró que los soplones se vieran continuamente animados a
lanzar acusaciones.

Un año después, se sometió a proceso por traición a
Cremucio Cordo. Sus acusadores, relata Tácito, fueron Satrio Segundo y Pinario
Nata, hombres al servicio de Lucio Elio Sejano, amigo y confidente del emperador
y jefe de su temible Guardia Pretoriana.

“Esto era suficiente para arruinar al acusado”,
escribe Tácito, pero el discurso que pronunció Cordo en su defensa enloqueció
de ira al emperador. Citó muchos textos polémicos que no merecieron comentario
alguno ni de Julio César ni de Augusto y terminó diciendo: “Cuando alguien
resiente algo, lo reconoce (…) A cada hombre hace honor la posteridad y, si una
sentencia fatal me ha de caer encima, habrá quien me recuerde, igual que a
Casio y Bruto”.

Al ver la mueca de disgusto de Tiberio, el acusado
supo que le esperaba una condena de muerte y decidió adelantarse a ella
quitándose la vida. Los senadores quisieron borrar cualquier recuerdo de Cordo
mandando quemar sus libros, aunque algunos pudieron ser rescatados por su
esposa y publicados mucho tiempo después.

“La persecución de los genios sólo fomenta su
influencia”, concluye Tácito al final de su recuento del juicio. “Los tiranos y
todos aquellos que han imitado su opresión sólo han obtenido infamia para sí
mismos y gloria para sus víctimas”.

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