Los residentes del cementerio de Pasay los llaman los apartamentos del “Sector Duterte”. Son pequeños nichos alineados en hileras de 4 niveles. La mayoría de sus inquilinos terminaron allí en fechas muy similares: después del 30 de junio de 2016, cuando el presidente filipino inició su mandato. “Muchos son víctimas de la guerra contra la droga. Por eso le dimos ese apodo”, explica Marian Fernández, una filipina de 40 años que reside en una chabola erigida en el interior de la necróplosis de este sector de Manila.Entre las docenas de sepulturas figuran nombres tan simbólicos para esta crisis como el de Michael Siaron, cuyo cadáver abrazado por su su novia se convirtió en una de las instantáneas más emblemáticas de la razzia que apadrina el mandatario local. Al lado de su tumba se encuentran la de Richard Casil, que fue abatido dos semanas más tarde. La lista de nombres que manejan sepultureros como Leio Medina parece interminable: Arnel Padil, Ronie Naje, Jilmar Gaton.”Todos ellos murieron en operaciones de la policía. Ahora llegan menos pero en 2016 eran unos 4 cada semana”, asegura Leio, de 23 años.
La última residencia de Tito Paez en el camposanto de la ciudad de San José, al norte de la capital, es bastante más espaciosa. Un amplio mausoleo donde sus familiares y amigos colocaron una lápida que reza: “Te rendimos honores por tu posición valiente ante los derechos humanos y los servicios que prestaste al pueblo”. Paez compartió un final muy similar al de Siaron. También fue acribillado por un pistolero desconocido. “Le debieron matar por su trabajo con los más necesitados y su relación con las organizaciones que se oponen al gobierno”, opina su hermano Seperino Paez, sentado en el domicilio del clan, ubicado a pocos metros de la iglesia donde solía oficiar el sacerdote de 72 años, conocido por sus vínculos con los movimientos sociales de izquierda.
Sacerdotes contra el “reino del terror”Nadie ha podido probar que el asesinato de Paez tuviera relación alguna con las crecientes diatribas de Duterte contra la iglesia católica de Filipinas, pero los críticos del mandatario recuerdan que el jefe de Estado se encuentra inmerso en una estridente confrontación con los religiosos de esta confesión a causa de su decidida oposición a la llamada “guerra contra las drogas” que defiende el dignatario.La acción de la policía y los escuadrones de la muerte ha dejado ya más de 5.000 víctimas mortales, según los guarismos oficiales, que podrían ser hasta 27.000, cómo estimó en diciembre Chito Gasco, portavoz de la Comisión filipina de Derechos Humanos.
Tras un periodo inicial de vacilaciones, la cúpula católica se pronunció claramente en contra de la arremetida de las fuerzas de seguridad y los escuadrones de sicarios difundiendo una carta pastoral en febrero de 2017 que equiparaba lo que estaba ocurriendo a un “reino del terror”. Posteriormente, los religiosos organizaron varias movilizaciones de protesta contra las ejecuciones extrajudiciales.Duterte respondió mofándose de las creencias de esta fé -que comparte más de un 80 por ciento de la población filipina- y no dudó en llamar “hijos de puta” a los obispos. Hace dos meses decidió intensificar la pugna al pedir públicamente el asesinato de los jerarcas católicos.”Matadles, no valen para nada, lo único que hacen es criticar”, señaló en diciembre apuntando directamente a los obispos.
El pasado día 10 volvió a reiterar su amenaza. “Tienen mucho dinero. Matadles. Robadles. Están como locos conmigo”, manifestó.Aunque su portavoz, Salvador Panelo, intentó justificar su alocución diciendo que era una pura “hipérbole” -propia del estilo altisonante del mandatario-, lo cierto es que las palabras de Duterte se hicieron públicas tras el homicidio en 2018 de 3 religiosos -Paez, incluido- a manos de criminales que no han sido identificados.
Obligado a vivir en la clandestinidad Los tres homicidios y la arremetida verbal del jefe de estado han hecho cundir entre la jerarquía católica el mismo miedo y psicosis que antes se percibía en las miserables barriadas urbanas que sirven como escenario principal de este conflicto. Son muchos los clérigos que han cambiado su rutina diaria, los que dicen ser vigilados, los que ya no se comunican por teléfono sino por medio de aplicaciones protegidas y al menos uno, Amado Picardal, se ha visto obligado a pasar a la clandestinidad.
Ordenado sacerdote en 1981 y Miembro de la orden de los Redentoristas, Picardal conoce perfectamente la trayectoria de Duterte. Ofició durante dos décadas en Davao, la misma ciudad sureña donde el actual presidente ejerció como alcalde y donde puso en práctica su plan de erradicar a los drogadictos a tiros