La Revista

Mantener la estabilidad

Pascal Beltrán del Rio
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Por: Pascal Beltrán del Río.

Hoy se cumplen 90 años de la última vez que un
Presidente de la República dejó inconcluso el periodo para el que fue elegido.

El 2 de septiembre de 1932, un día después de rendir
su Tercer Informe de Gobierno, Pascual Ortiz Rubio presentó su petición de
separación del cargo ante el Congreso de la Unión.

El michoacano, quien había sido blanco de un atentado
el mismo día de su toma de posesión, el 5 de febrero de 1930, estaba harto de
los sinsabores del poder. Nunca había podido quitarse de encima la sombra de
Plutarco Elías Calles, el “Jefe Máximo de la Revolución”, a quien le debía su
llegada al cargo. La crisis económica, un subproducto de la Gran Depresión, había
minado la confianza en su mandato. Y en los últimos días de agosto se habían
multiplicado los rumores de un inminente golpe de Estado.

Por eso, cuando el general Heliodoro Charis lo instó a
madrugar a quienes pretendían deponerlo, Ortiz Rubio simplemente le contestó:
“De nada nos serviría derramar sangre, general. No crea usted que me falta
valor para hacer lo que sugiere. Se necesita todavía más valor para tomar la
determinación de abandonar el alto puesto que ocupo”.

Desde entonces, los titulares del Poder Ejecutivo
federal han tomado posesión del cargo y lo han entregado a su sucesor de la
manera y en los tiempos que establece la Constitución.

Es muy afortunado que así haya sido, pues más allá de
los aciertos y errores de cada presidente, esta regularidad en el ejercicio del
poder ha venido acompañada de estabilidad política.

En los últimos 90 años, México ha tenido una mayor
regularidad en el mando político que Estados Unidos, país que ha vivido, en el
mismo lapso, el asesinato de un presidente en funciones y la renuncia de otro.
Y ya no hablemos de la experiencia de otros países del vecindario continental.

Para tener idea de lo que podría ser México si la
Presidencia estuviese sujeta a estados de ánimo o medidas de fuerza para
decidir quién la ocupa, basta voltear a ver lo que fue nuestro país en sus
primeras tres décadas de vida republicana.

Entre 1824 y 1855, México tuvo 25 presidentes y 50
cambios de estafeta (porque varios de esos hombres fueron presidentes más de
una vez). Los que ganaron el cargo en una elección —en los términos
establecidos por las constituciones de entonces— fueron los menos. La mayoría
fueron mandatarios interinos o quienes tomaron el poder por las armas.

Los constantes cambios que tuvo México en el
Ejecutivo, en sus inicios como país, fueron el motivo de múltiples desgracias,
como la pérdida de territorio y la falta de consolidación de un Estado de
derecho, que seguimos padeciendo hasta nuestros días.

Ante dicho contexto histórico, es relevante repensar
cualquier tentación que pudiera haber para reeditar un control detrás del poder
como el que existió en el Maximato. Es evidente que el próximo presidente o
presidenta de la República no contará con la fuerza política e influencia de
Andrés Manuel López Obrador y requerirá de tiempo y sapiencia para sentar las
bases de su mandato. La negociación con la oposición tendrá que ser parte de su
agenda.

Por eso preocupa la docilidad con la que las llamadas
corcholatas hablan de su relación con López Obrador. No se atreven a tomar un
ápice de distancia de él ni a proponer ideas de conducción del país que rompan
con la visión del actual Presidente.

Es evidente que el criterio para ganar la candidatura
presidencial del oficialismo en 2024 es la subyugación a la figura de quien hoy
ocupa el Ejecutivo. Es algo que López Obrador ha cultivado y cuya permanencia
depende de su voluntad.

Un servicio que el tabasqueño podría hacer al país es
dejar de imaginar el próximo sexenio como una extensión del suyo. Eso significa
liberar de cualquier yugo a quienes esperan sucederlo. No necesita él
desaparecer del ojo público, como ha dicho que hará, sino simplemente dejar que
el próximo mandatario pueda ejercer su derecho a acertar o equivocarse.

Pascal Beltrán del Rio
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