Algo más que palabras, por: Víctor Corcoba Herrero
Repudio a los que se apoderan del poder y que, en lugar de servir al
bien colectivo, comercializan con los débiles, hasta vender su alma al diablo.
Su enfermiza autoridad imprime un inmanentismo absurdo y de disfraz, que nos
roba nuestra propia e innata misión serena y creativa. Debiéramos, por tanto,
saber discernir, dilucidar nuestra distintiva historia, dejándonos observar. Es
menester interrogarnos, para caer en la cuenta de que no hay verso sin verdad,
ni poética sin verbo, y que para reconocer la autenticidad de nuestro corazón,
hemos de transformar nuestro abecedario, ante todo para no rehuir del encuentro
con el semejante, así como para no menospreciar la recíproca donación a la que
todos hemos de estar abiertos. Hoy más que nunca se requiere de ese empuje
consolador, de esa mano tendida (y extendida) para seguir adelante. El
crecimiento de los conflictos, junto a la tremenda desigualdad y la burla a los
derechos humanos, nos están deshumanizando como jamás. Sin duda, ante esta
bochornosa realidad cavernícola, hemos de poner en nuestro diario de vida,
sintonías más solidarias, lo que ha de conllevar otro estilo de vida muy
distinto al actual, ya que lo armónico nos exige destrezas más efectivas y
sensibilidades más níveas.
Será buen comienzo,
regresar al deber de todo poder, que no ha de ser otro, que el de ponerse a
disposición de aquellos que nos piden auxilio. A veces son tan fuertes y
mezquinas las ideologías que derrochan energías en actitudes inhumanas, con una
frialdad que nos dejan sin sentimiento alguno, llegando a desentenderse de sí
mismos. Para desgracia nuestra, o sea de toda la humanidad, hay una corriente
de políticas aislacionistas verdaderamente preocupante, disuadiendo que los
avances y beneficios lleguen a manos de todos. Ya está bien de que ese mundo
elitista y privilegiado, margine y no aborde esos desequilibrios mundiales, que
impiden realzar esa vociferada inclusión, a la que le falta siempre horizonte y
entusiasmo. Determinados gobiernos tampoco prestan demasiada atención a la
equidad económica entre los ciudadanos y, sobre todo, a la hora de proteger a
los más desvalidos. Asimismo, se necesita un esfuerzo verdaderamente
internacional para reducir este espíritu corrupto, que socava la confianza en
los líderes de tantos países. Sea como fuere, hay mucho poder en el mundo que
nos aplasta en lugar de socorrernos, que nos ahoga en vez de liberarnos, que
nos ata y nos inmoviliza. Al fin y al cabo, como bien exponía el inolvidable
novelista francés, Víctor Hugo (1802-1885), en su época: “No hay más que un
poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que una gloria: el
genio, el servicio de la verdad”. Justamente, a lo mejor tenemos que activar la
naturalidad de nuestras acciones, aunque esto nos desdiga la doctrina que nos
han injertado, impidiéndonos en muchas ocasiones tener tiempo para pensar por
nosotros mismos. En cualquier caso, es público y notorio que las convicciones
suelen separarnos, mientras que los sueños y el propio dolor acostumbran a
unirnos. Tengámoslo en cuenta.
Por otra parte,
quizás debamos despertar de ciertas visiones, al menos para que se aminoren las
pesadillas. Llevar una mochila de desengaños, cansa a cualquiera y resiente al
mejor soñador. No obstante, comprendo que no sea fácil transitar por esa vida
tan injusta en oportunidades, pero tenemos que remontar nuestras propias
miserias si en verdad no queremos convertirnos en marionetas a merced de las
tendencias actuales, crecidas por el odio y la venganza. Para empezar, siempre
hay que tener el valor de moverse por la certeza, y la valía de reconocer en el
otro, parte de nuestro poema. Por eso, es vital decir no a la guerra entre
nosotros. Estamos en idéntico camino y el horizonte a abrazar es el mismo. No
tiene sentido, pues, enfrentarse; sino acogerse. De igual modo, nadie tiene
autoridad sobre otra a efectos de explotación; sin embargo, sí que tenemos la
imperiosa necesidad de hacer justicia. Son muchos los Estados que han usado el
acceso a la ciudadanía y la condición de inmigrante como un instrumento de
discriminación para denegar a las minorías los derechos humanos. Continuamente,
la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos
Humanos, imprime datos al respecto francamente desoladores; unas cifras que son
realmente conmovedoras y que, lejos de decrecer, continúan haciendo referencia
permanente de avasallamiento del ser humano. Ojalá aprendamos a ser fuertes, no
violentos, a cultivar la poética del alma, en la que no hay simulaciones, sino
entrega coherente entre lo que mostramos y lo que vivimos interiormente. Y esta
sinceridad, precisamente, es la que concuerda con esa mística persuasiva que
nos injerta paz y nos ilumina los ojos. Quién lo ha vivido, sabe de qué estoy
hablando. El gozo es difícil de poder expresarlo con palabras.