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Nudo gordiano

Yuriria Sierra
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Por Yuriria Sierra

Cuando Ernesto Zedillo decretó la famosa “sana distancia” del partido que, por azares de la trágica casualidad, lo había llevado a la Presidencia de la República, lo que se proponía, en realidad, era concretar el otro gran pendiente del país en esos tiempos. Si bien Carlos Salinas había ideado, operado y llevado a buen puerto la perestroika mexicana (la transición económica y el entonces muy innovador TLC) a México le quedaba el pendiente de la transición democrática. Así pues, la “sana distancia” fue, en el plan de Zedillo, el requisito para nuestro “glasnost”, es decir, la liberalización de un sistema político que llevaba 70 años operando y que, claramente, ya había dado de sí

Pero desde aquel entonces hasta nuestros días, en México se ha considerado casi pecaminoso que cualquier titular de cualquier Ejecutivo (sea este federal o estatal) se manifieste, apoye, o acompañe la campaña de cualquier candidato que sea de su partido político.

Y no era una reticencia gratuita, tras una larga historia de fraudes electorales o de utilización de recursos públicos para aceitar una maquinaria clientelar, o los tantos etcéteras asociados a la perversidad política de la hegemonía que había hecho de la figura presidencial el nodo en torno al cual orbitaba todo el entramado político-social mexicano.

Pero —en teoría, ese, pero— la democracia sana implica que un Presidente pueda hacer campaña para su candidato (como fue el caso de Vicente Fox apoyando a Felipe Calderón y luego Calderón decidió no apoyar a Josefina Vázquez Mota, pero eso ya es otra historia). Todo esto para decir que, ojalá, alguna vez llegáramos al punto en el que no sea demonizado, sino parte de la normalidad democrática, ver al jefe de Estado defendiendo (en las elecciones para sustituirlo) la continuidad de su proyecto.

No necesitamos irnos tan lejos, al menos, territorialmente. Hace unos años, durante el primer mandato de Barack Obama, era común verlo junto a su entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton. En 2008 ambos vivieron una contienda que los hizo rivales en busca de la nominación demócrata, pero todo quedó ahí, en el terreno político. Los más entusiastas pensamos que ésa —la de ambos— sería una postal presente después de la reelección, pero Clinton decidió bajarse del escenario político en 2012. Después supimos
—siempre lo sospechamos y ansiamos— que en realidad su salida se dio para preparar la plataforma que hoy la tiene buscando ser la heredera de la Casa Blanca.

Hoy es la aspirante demócrata que le peleará a Donald Trump la Oficina Oval. Inevitable y repetitivo, es decir, esperamos, que ella gane, pero también muy necesario, pues jamás podremos esperar que sea el atice del odio el que gobierne al país más poderoso del mundo (bueno, ése o cualquiera otro).

Y a pesar de que Hillary tuvo una precampaña más complicada de lo que esperamos, su rival demócrata, Bernie Sanders, ha dicho que todo su apoyo está también con la ahora candidata y primera mujer con posibilidades reales de ganar la Presidencia de Estados Unidos. Sanders perdió y lo asumió.

Y así como él,Obama apareció ayer junto a Clinton, y aprovecha que sus índices de popularidad están, nuevamente (los de Barack) por todo lo alto, para enriquecer las posibilidades de Hillary para mantener a los demócratas dentro de la Casa Blanca, y con ella, la continuidad de un proyecto que mira al futuro, no al pasado y mucho menos al odio. Regalándole de nuevo esa postal a la democracia de su país, que como dije párrafos arriba, en nuestro país se tiene tan demonizada, aunque no de manera gratuita.

Pero esa postal llena hoy de entusiasmo una campaña electoral donde, de entrada, no hay discursos discriminatorios, sino oportunidad de continuar una batalla por los derechos humanos que ya les dio a su primer presidente de origen afroamericano, y puede darles ahora a su primera mujer presidenta. Así es como funcionan o deberían funcionar todas las democracias. Y como se ganan las batallas.

Yuriria Sierra
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