Por José Buendía Hegewisch
Las elecciones en 13 estados y en la Ciudad de México son los comicios no federales más reñidos hasta ahora, debido a la lucha de los gobernadores por mantener sus posiciones. Por ello, las campañas se parecen más a esas parejas disfuncionales que se ahogan en luchas de poder y viejos vicios que a una competencia democrática. Asuntos de familias y facciones, no de ciudadanos. La violencia que prometen atajar la desatan con lodo y ataques entre partidos, a pesar de procesos sobrerregulados. La reyerta de los clanes locales y su vuelta a viejas prácticas, como la compra del voto y clientelas, es factor principalísimo del desgaste del modelo electoral y del desencanto democrático.
El nivel del poder patrimonial de los gobernadores, sin importar partido, es inversamente proporcional al avance democrático. Una medida del retroceso. Quitan y consumen poco a poco la época de la confianza en las alternancias con corrupción e impunidad, mal uso de recursos públicos y el roce entre partidos y candidatos, sin consecuencias para la ciudadanía. Pasa poco o nada con los cambios en su ámbito. Crece la desaprobación hacia ellos a niveles no vistos desde la alternancia en el 2000, pero no dudan en usar su hegemonía virreinal para romper la equidad en favor de su candidato y abastecer sus arcas personales con operaciones fraudulentas, como se señala en Veracruz y Puebla. Sus trampas e inequidad dañan la autoridad del árbitro y crecen dudas sobre el sentido del modelo electoral tan costoso. El excesivo financiamiento público ¿pervierte las campañas? ¿El entusiasmo por las alternancias se desperdició por la búsqueda del poder público sólo para hacer dinero?, ¿la casi nula rendición de cuentas de los gobiernos por la corrupción o ausencia de resultados hace perder fuerza al voto? 62% de los candidatos no ha declarado sus operaciones financieras al INE.
Es cierto que la mecánica electoral parece asentada y no se ha interrumpido incluso en sitios amenazados por la violencia. También hay competencia entre opciones, incluso más que antes por fragmentación entre facciones de la clase política. Que el voto se usa para castigar gobiernos ineficaces y corruptos, aunque sólo para que llegue otro igual sin política pública o propuesta para gobernar en estados sin contrapesos ni límites a sus designios. ¿Cuál es la utilidad de las urnas si los gobernadores usan el cargo como patrimonio para cargar los dados en favor de su sucesor?
El gobernador de Veracruz es denunciado por crear empresas que desaparecen tras recibir jugosos contratos públicos. Y utilizar esos recursos para impulsar estrategias que lo pongan a salvo de la justicia. Contra el de Puebla hay amparos por sofisticadas operaciones de deuda encubierta y cuyos recursos podrían parar en una campaña vital para sus aspiraciones presidenciales. En Chihuahua otra vez la vieja denuncia de campaña de Estado. En Sinaloa se agrupa toda la oposición contra la injerencia del gobernador e incluso le piden al INE que atraiga la organización del proceso para garantizar el cuidado de las votaciones. Y en la Ciudad de México se identifica a un funcionario del GDF en actos ilegales de entrega de tinacos a cambio de credenciales electorales.
La corrupción es indignación que decanta el voto, pero el sufragio comienza a volverse irrelevante cuando se ve como normal que los gobernadores usen el cargo público para enriquecimiento y corrupciones mayores. Las alternancias desde el 2000 les reportaron legitimidad democrática y quitaron contrapesos del viejo presidencialismo, pero su manejo personal del poder es ya la principal causa de desgaste de la idea del cambio por el voto.
Y a pesar de la frustración, también es cierto que los ciudadanos tienen pocos instrumentos para sancionar el sufragio y, que hasta ahora, no han dudado en disparar aunque el blanco sea limitado.