La Revista

Pax narca

Pascal Beltrán del Rio
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Por: Pascal Beltrán del Río.

En una conferencia mañanera, el presidente Andrés
Manuel López Obrador hablaba sobre la situación de inseguridad en el país y,
aunque reconocía que los asesinatos han tenido un repunte, insistía en que el
problema se da principalmente en un puñado de entidades.

“En seis estados se concentra 50 por ciento de los
homicidios”, afirmó. “Hay lugares donde predomina una banda fuerte y no hay
enfrentamientos entre grupos y por eso no hay homicidios. ¿Se los explico más?
Es interesante…”.

—¿En qué estados se da esto, Presidente? –intervino una
reportera.

—Por ejemplo, en Sinaloa. No está Sinaloa entre los
estados con más homicidios.

—¿O sea, una paz pactada? –repreguntó la periodista.

—Es que hay una sola banda. La mayor parte de los
homicidios, 75 por ciento, tiene que ver con enfrentamientos entre grupos de
bandas.

Lo dicho por el mandatario fue muy revelador. No
cuestionó si la existencia de una organización criminal dominante, en
determinada entidad federativa, sea perniciosa para las personas que la
habitan. Sólo resaltó que el que no hubiera enfrentamientos de “bandas” daba
como resultado un menor número de homicidios.

Por supuesto, el asesinato es una de las peores
expresiones de la delincuencia. Sin duda la más terrible por debajo de la
desaparición, que no deja que los familiares de las víctimas entierren a sus
seres queridos y así cerrar el capítulo de su pérdida.

Pero hay otras formas de ejercer la violencia criminal
que no deben soslayarse. El que haya menos homicidios no significa que se dé
una convivencia cívica sin conflictos. El objetivo del gobierno –uno que
entiende que su principal función es proteger la vida y las propiedades de sus
gobernados– no debe ser limitar el número de actores fuera de la ley, sino que
éstos no existan. Y no le toca hacer sociología, sino gobernar.

Para que haya delincuencia organizada –sea un grupo o
sean dos o más– tiene que haber corrupción. Aun sin competencia, un cártel
tiene que sobornar a las autoridades para poder realizar sus actividades, que
son, por su naturaleza, ilegales.

La corrupción se derrama sobre la gobernabilidad.
Nadie puede tener dos amos. Autoridad que sirve a un cártel no puede servir a
la ciudadanía. Si la tranquilidad pública en alguna zona depende de la
existencia de una organización criminal dominante, significa que el Estado ha
renunciado a afirmar su autoridad.

Como le decía en este espacio, al escuchar al
Presidente queda la impresión de que la paz ha dejado de ser fruto de factores
tradicionales –como la aplicación de la ley, la educación y el control social
del delito–, para volverse resultado de la acción de grupos criminales: si
éstos no se enfrentan entre sí, porque tienen un acuerdo o porque alguno de
ellos somete a los demás, no hay asesinatos. Pero si se da una lucha entre
ellos, entonces sí los hay.

Eso deja a los gobernados con muy pocas opciones.
Alguien que vive en un lugar con alto número de homicidios sólo tiene dos
posibilidades: o se resigna, con la esperanza de que uno de los grupos en
conflicto acabe con el otro, o se muda a un sitio en el que haya un cártel dominante.

En la campaña electoral, López Obrador pronosticó que
la violencia criminal se terminaría al día siguiente de su triunfo en las
urnas. Luego, ya en el gobierno, ofreció que acabaría con ella en seis meses,
gracias a la aplicación de programas sociales destinados a cambiar la realidad
social que, a su juicio, propicia el delito. Después, dijo que sería un año.
Los plazos se cumplieron y la tasa de homicidios no ha decrecido mayormente.
Tampoco la de desapariciones.

Esta semana afirmó que su gobierno seguirá apostando
por la misma estrategia, aquella que no ha dado resultados. Eso hace que la
única esperanza de que deje de correr la sangre es que alguno de los grupos
delincuenciales gane la guerra a los demás e imponga su pax narca a toda la
sociedad.

Mientras tanto, a los ciudadanos sólo les queda rezar
para no encontrase en medio del fuego cruzado o no ser víctimas de un asalto o
un secuestro o una desaparición, mientras pagan el sobreprecio en productos
básicos que provoca la extorsión.

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