Por Luis Carlos Ugalde
Este domingo el PRI elige a su nuev@ president@. Como nunca antes, la elección será central para conocer el destino y aun la sobrevivencia del partido político. Si se reconstruye como un verdadero partido de oposición y atrae a los votantes desilusionados con el nuevo gobierno, podrá sobrevivir y aun recuperar la competitividad en algunas regiones del país. Si la militancia escoge mal y la nueva dirigencia es incapaz de posicionar al PRI como una alternativa real de oposición, el partido se volverá irrelevante y, a partir de 2022, podría iniciar una fase –literal– de extinción política.
Aritméticamente, el PRI sigue siendo el partido más poderoso de México por el número de gubernaturas: doce, equivalentes al 35.6 por ciento de la población. Sin embargo, sólo es mayoría en dos congresos locales, gobierna sólo tres de las 32 ciudades-capitales y en 2018 no ganó ninguna de las nueve gubernaturas en disputa. En el Congreso federal tiene 47 diputados y 14 senadores.
El 2021 es la siguiente parada electoral relevante. En ese año se competirán ocho de las 12 gubernaturas que actualmente tiene el PRI y, si la tendencia se sostiene, el partido podría perder gran parte de ellas. Si no se renueva, el partido podría llegar incluso a la elección de 2024 como un partido marginal y convertirse en partido “satélite”, como se llamaba a los partidos anexos al poder político oficial durante la segunda mitad del siglo XX.
Para que pueda pararse y caminar, el PRI requiere tres elementos. Uno, hacer mea culpa. La elección de 2018 fue un castigo severísimo a ese partido al que se le asocia –en ocasiones de forma excesiva– con corrupción, dispendio y abuso del poder. Para que pueda señalar los errores del gobierno, el PRI de la oposición debe limpiar su armario de esqueletos y explicar la razón por la que toleró actos de corrupción de sus gobernantes. No hay forma que el PRI recupere fuerza y legitimidad sin ese acto de contrición. Hasta hoy, el partido ha sido incapaz de hacerlo.
Segundo, contar con el apoyo político de los gobernadores. Estos han sido los articuladores de influencia en el ámbito regional. Sin ellos el partido no cuaja. Desafortunadamente, muchos de ellos se ven más interesados en quedar bien con el gobierno que en cuidar los intereses del partido. Me dice un exgobernador: “Antes que defender al PRI, defienden su presupuesto. Varios de ellos entregarían felices las llaves de su gobierno a un sucesor de Morena, si ello significa llevar la fiesta en paz”.
Y el tercer elemento para que el PRI puede recuperar terreno es que la nueva dirigencia asuma los costos de ser oposición. Dialogar con el gobierno es parte de su responsabilidad, pero para defender sus principios y contrapesar la tendencia natural de cualquier gobierno de corrupción y abuso del poder. Si la mayor vulnerabilidad del PRI es su asociación con la corrupción, la mayor debilidad del nuevo presidente del partido sería que también lo asociaran con el mismo problema. Si la nueva dirigencia quiere ser un contrapeso real, tiene que ser inmune a cualquier crítica o insinuación de corrupción.
Quien más vulnerable luce a los ojos externos es el gobernador con licencia de Campeche, quien ha sido señalado de enriquecimiento ilícito y de ser el candidato preferido del nuevo gobierno. Pero también es el que cuenta con el apoyo de los gobernadores, una condición para ser eficaz como dirigente. La exgobernadora de Yucatán luce como la candidata de las bases y su triunfo se leería como una rebelión que liberaría al partido de la cultura de la línea y de tratos secretos con el gobierno. ¿Será así?
Así como muchos gobernantes de Morena siguen actuando como oposición a pesar de ser gobierno, muchos priistas siguen actuando como portadores del poder –solemnes y caballerosos– cuando ya no lo tienen. Hay una suerte de evasión psicológica o de conveniencia en actuar al amparo del poder, aunque este lo detenten otros. No saben ser oposición: cuidan mucho las formas y ser contrapeso requiere más histrionismo y más estridencia y más valor.
Los problemas del PRI son de los priistas, pero un sistema de partidos debilitados es un asunto que afecta los pesos y contrapesos de la democracia. A todos conviene, empezando por el gobierno, un PRI recuperado y renovado que permita un sistema plural. Si el PRI se desvanece –y hoy esa parece ser la apuesta más segura–, el país caminaría hacia una formación de dos fuerzas políticas –con Morena y el PAN como ejes– y eso sólo puede contribuir a la polarización. No es una buena noticia.