Institucional se estrelló con un
iceberg. Puede que sus militantes aún no lo sepan, pero el PRI se está
hundiendo irremediablemente.
Es
sólo cuestión de tiempo antes de que unos comiencen a correr despavoridos hacia
los botes salvavidas y otros se digan resignados a su suerte y se sienten a
tomar un brandy o toquen los violines mientras las aguas comienzan a envolverlos.
Lo
irónico es que esto ocurre mientras el partido se prepara para festejar los 90
años de su fundación, ocasión en la que renovarán la dirigencia y elegirán a
quien será el duodécimo líder nacional en ocho años. Quizá Ivonne Ortega,
Alejandro Moreno o José Narro.
Es
verdad que el PRI ya había pasado por la traumática experiencia de ser
expulsado de la Presidencia de la República y, quizá por eso, algunos crean que
puede resurgir de este golpe.
Sin
embargo, hasta las múltiples vidas de los gatos se agotan. Aquella vez, en
2000, los priistas pudieron atrincherarse en las gubernaturas de los estados,
desde donde se reorganizaron para lanzar un exitoso asalto sobre Los Pinos en
2012.
En
esta etapa, para su desgracia, se enfrentan a un Presidente que quiere acumular
tanto poder hasta dejar a sus opositores sin aire. Andrés Manuel López Obrador
no dará al PRI el espacio que le dieron los presidentes surgidos del PAN,
especialmente Vicente Fox, quien, pudiendo haber dado la puntilla al tricolor,
no lo hizo.
Los
priistas tienen la suerte de que este año y el siguiente ninguna de las 12
gubernaturas que detentan estará en juego en las urnas. Las dos que se
disputarán este año –Baja California y Puebla– tienen como posible víctima al
PAN, que corre el riesgo de perderlas ante Morena.
Pero
dentro de dos años, en 2021, el PRI verá disputado su poder, de golpe, en siete
de esos estados: Colima, Campeche, Sonora, Zacatecas, Guerrero, Tlaxcala y San
Luis Potosí. Y en 2022 en otros tres: Sinaloa, Hidalgo y Oaxaca. La ausencia de
retos electores en 2019 y 2020 tal vez hagan pensar a algunos priistas que no
todo está perdido y que hay futuro para el partido.
En
el pasado, la flexibilidad ideológica del PRI le ayudaba a dominar la escena
política desde el centro, pero en los tiempos de polarización que vivimos eso
parece más una desventaja.
Además,
López Obrador le ha arrebatado las banderas populistas, mientras que sus
postulados de responsabilidad fiscal y apertura económica lucen mejor en manos
de lo que queda del PAN.
A
estas alturas de 1929 se acababa de publicar un desplegado con la convocatoria
para crear un partido político que sumara a las distintas facciones que
salieron victoriosas de la Revolución Mexicana. Ese partido, el Nacional
Revolucionario (PNR), se formó durante una convención en Querétaro, entre
finales de febrero y principios de marzo de ese año.
El
17 de noviembre de 1929, el PNR fue por primera vez a las urnas, en una
elección presidencial extraordinaria, llevando como candidato a Pascual Ortiz
Rubio, para completar el sexenio que hubiera correspondido al asesinado Álvaro
Obregón.
Ese
primer Presidente electo de la era PNR-PRM-PRI estaba marcado por el Maximato
de Plutarco Elías Calles, el caudillo sonorense que había conducido de cabo a
rabo la gestación del partido.
Ya
con Lázaro Cárdenas en el poder, las características del régimen revolucionario
mutaron y se creó una Presidencia imperial –sin la tutela de exmandatario
alguno–, en la que el Ejecutivo en turno concentraba el mando y lo perdía
totalmente en el momento en que se lo cedía a su sucesor.
Curiosamente,
el aniversario 90 del PRI, que se verificará en menos de un mes, coincide con
una era de concentración de poder que mucho recuerda al callismo, pero
protagonizada por otra fuerza política: el Movimiento Regeneración Nacional.
Igual
que el PNR, Morena nació por el impulso de un caudillo, a quien muchos no le
creen que no busca reelegirse. Quizá habría que dar por buena la promesa de
López Obrador de que no será Presidente más allá del 30 de septiembre de 2024.
Lo
que no se ha visto, a lo mejor, es que quien lo suceda probablemente será
alguien de su hechura política. Si se le dan las cosas al tabasqueño, el
Ejecutivo entregará la banda presidencial a quien él haya escogido, algo que no
sucede desde 1988.
Ese
año, Miguel de la Madrid se la entregó a Carlos Salinas de Gortari, sin duda su
favorito en la carrera presidencial. Pero a partir de ese día, De la Madrid no
tuvo influencia en Los Pinos, pues esas eran las reglas del sistema político.
Como
se ven las cosas hoy –aunque es innegable que puedan cambiar, pues la política
es caprichosa–, el sucesor o sucesora que López Obrador haya escogido gobernará
a su sombra, muy de la manera en que Yeidckol Polevnsky es hoy sólo la
dirigente formal de Morena.