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Que la capitana se hunda con su titanic

Pablo Cicero Alonzo
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Por Pablo Cicero

Quién
no preferiría morir como héroe a vivir como cobarde. Así se preguntaba un
editorial del The Denver Post cinco días después de la tragedia del Titanic. En
ese artículo se alababa a «los verdaderos hombres, tranquilos y valientes, de
pie en la cubierta del buque condenado», los que dejaron su sitio en los botes
y vieron partir a cientos sabiendo que para ellos mismos no había esperanza.

Joseph
Bruce Ismay tuvo una repuesta clara: Eligió salvarse, vivir y dejarse de
romanticismos y otras idioteces, que el agua estaba muy fría. Y pudo vivir para
contarlo. y, además, llegó a Nueva York y se alojó en la mejor habitación del
Ritz. Ismay tenía una responsabilidad moral añadida: era el presidente de la
White Star, la compañía propietaria del Titanic, y había colaborado
decisivamente en su idea y diseño, por no hablar de que parece que estuvo
implicado en algunas decisiones que podrían haber tenido que ver con la
catástrofe —la escasez de botes, la velocidad del buque, ignorar los avisos de
avistamiento de icebergs—.

En
cierta manera, podemos pensar, le tocaba ahogarse decentemente, como al
capitán. Pero no. Vivió para contarla. Y es recordado como uno de los grandes
cobardes de la historia. El Titanic se ha convertido en la metáfora de grandes
tragedias, como la que en este momento vive el PRI de Yucatán. Un inmenso buque
que ahora se va a pique, repleto de personajes como Ismay. En Yucatán, la
neblina de la soberbia le hizo al partido en el poder subestimar a ese iceberg
que es Mauricio Vila, y ahora, en lugar de organizarse para sobrevivir, un
grupo rapaz continúa retrasando el salvataje, aún con la certeza de que ese
obnubilado juicio es una invitación al desastre. Los olvidados armadores del
Titanic cometieron sacrilegio, asegurando que ni Dios era capaz de hundir a la
ciudad flotante.

Algo
similar se pensó aquí, que bastaba la imagen del gobernador para navegar por
los turbulentos mares del hartazgo ciudadano. No hay una orquesta que dé ánimos
en ese buque herido, sino más bien arengas incoherentes y llenas de odio, que
piden de nuevo carne de cañón para alimentar al voraz hielo.

El
heroísmo del capitán del Titanic, que hizo todo lo posible para salvar a su
tripulación, contrasta con la cobardía de la capitana del grupo de Mauricio
Sahuí; ella y él piensan que con artimañas pueden taponear el caudal de la
voluntad de los yucatecos.

Pero,
aguas —y nunca mejor dicho—, Ivonne Ortega y Mauricio Sahuí, cuando sientan el
agua en los tobillos, serán los primeros en abandonar la nave, dejando tras de
sí a los que realmente merecen salvarse. Pero, aguas, Ivonne Ortega y Mauricio Sahuí ya apartaron
su suite en el Ritz, y no tendrán miramientos en ocupar el último bote
salvavidas que queda. Dejarán tras sí, eso sí, a quienes ahora arengan,
náufragos de su dignidad. Y el primero, ya sabes quién es.

Pablo Cicero Alonzo
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