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Jorge Fernández Menéndez
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Por Jorge Fernández Menéndez

Esta semana se cumplieron 12 años del secuestro y asesinato de Hugo Alberto Wallace Miranda, el hijo de Isabel Miranda. Han pasado 12 años y tres presidentes, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, gobernaba entonces la ciudad Andrés Manuel López Obrador y ahora lo hace Miguel Ángel Mancera. Ha habido una decena de procuradores tanto a nivel local como federal y, sin embargo, los secuestradores y asesinos de Hugo Alberto no tienen aún, doce años después, su sentencia definitiva. Peor aún, están tratando de tramitar su libertad argumentando faltas al debido proceso, siguiendo los pasos de Florence Cassez y su banda, Los Zodiacos, con quien, por cierto, han estrechado relación dentro y fuera de la prisión.

También esta semana se cumplieron dos años de la fuga del penal del Altiplano de Joaquín El Chapo Guzmán. Una fuga de película, a través de un túnel de casi dos kilómetros de largo, violando todas las medidas de control de un penal de máxima seguridad. El Chapo fue recapturado y desde hace meses está recluido en un penal en el estado de Nueva York, en Estados Unidos, donde ya está siendo juzgado.

Han pasado dos años y no hemos podido tener todavía una narrativa coherente de lo sucedido. ¿Cómo pudo escaparse El Chapo? ¿Quiénes fueron responsables? ¿Hasta qué punto se trató de negligencia y hasta dónde de corrupción? ¿Cómo pudieron haber fallado simultáneamente tantas instancias de control y seguridad? Hay detenidos, entre guardias y autoridades del penal, pero ninguno de ellos tiene tampoco una sentencia en firme ni conocemos el contenido de las indagatorias. Paradójicamente, puede concluir antes el juicio de El Chapo en Estados Unidos que el de los supuestos responsables de su fuga en México.

Son dos casos, dos historias que lo que demuestran es que el problema no pasa por el Nuevo Sistema de Justicia Penal, con sus aciertos y errores, con sus beneficios y evidentes insuficiencias. Por supuesto que el Nuevo Sistema de Justicia Penal no funciona correctamente aunque es mejor que el que teníamos, pero lo que falla es el sistema de seguridad y procuración de justicia en su conjunto.

No tenemos policías capacitadas; no se aprueban los nuevos modelos de construcción de las mismas en los estados; estudios independientes demuestran que la mayoría de los policías no saben presentar a los detenidos cumpliendo los requisitos correspondientes. No tenemos reglamentada la participación de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior, porque esa ley se negocia un día a cambio del fiscal Anticorrupción, luego se quiere cambalachear por las elecciones en Coahuila y mañana se dirá que mejor hay que patear el bote y dejarle el problema al próximo gobierno federal.

Sí, es verdad, por el Nuevo Sistema de Justicia Penal salen miles de presuntos delincuentes en libertad con los costos que ello implica en seguridad y, sin duda, hay corrupción de jueces que toman decisiones incomprensibles liberando a personajes de alta peligrosidad, pero olvidamos que en muchas ocasiones esas liberaciones se dan porque el Ministerio Público no hace su tarea y no pide, por ejemplo, que se les mantenga en prisión preventiva. O que cuando se encuentra a alguien con armas de uso exclusivo de la Fuerzas Armadas “olvidan” o ignoran cómo presentar la acusación para evitar que esos personajes queden en libertad. Y todos ellos se acusan recíprocamente y policías, ministerios públicos, procuradurías y jueces se quedan encerrados en sus propias torres de cristal, señalando las deficiencias de los otros sin que exista la suficiente voluntad política de todos los actores para realizar un cambio profundo, completo, real, conjunto, de todo el sistema.

Hace años estuve en Colombia observando, entre otras medidas estratégicas que se derivaron del Plan Colombia, la transformación de su sistema de justicia penal, en un sentido muy parecido al nuestro. Es verdad que Colombia es un Estado centralizado y es más sencillo sacar adelante ciertas reformas, pero también es verdad que el grado de violencia, corrupción y penetración de los grupos criminales en el país había alcanzado niveles de epidemia. Pero con voluntad política y decisión, no sólo sacaron esa reforma al sistema de justicia en apenas dos años (nosotros tuvimos ocho sólo de preparación y cuando entró en vigor hace un año la mayoría de las instancias no estaban preparadas), sino que hicieron un cambio profundo de todo el sistema. Cambiaron mandos, centralizaron policías, decenas de políticos de todo nivel terminaron en la cárcel o por lo menos fuera de la función pública por sus relaciones con los criminales, se combatió a los narcotraficantes, a la guerrilla y a los paramilitares por igual. Y se redujeron los índices de impunidad.

Y el Estado colombiano recuperó el control de su país y de su territorio. Claro que subsisten la violencia y el narcotráfico, lo mismo que la pobreza y la desigualdad, pero ha habido avances notables (incluyendo el acuerdo de paz con las FARC) que han permitido que esos fenómenos finalmente estén bajo control de las autoridades y de la sociedad. En buena medida porque todos comprendieron que recuperar la seguridad y la justicia no era parte de una agenda particular, sino una exigencia y necesidad común, no un acuerdo de coyuntura.

No tenemos ese espíritu. La seguridad, la justicia o la lucha contra el crimen siguen siendo en nuestro caso parte de las agendas estrechas de la política cotidiana y, por ende, se convierten en objetos intercambiables o simples instrumentos electorales. Que no podamos hacer funcionar eficientemente y ajustar el Nuevo Sistema de Justicia Penal, tener un modelo policial común, una ley de seguridad interior que norme el accionar de las Fuerzas Armadas, que los ministerios públicos no estén preparados para cumplir su labor, que muchos jueces se basen en la letra de la ley, pero no en su espíritu, son todos síntomas de un mal mayor. Y ninguno de los partidos y aspirantes que ya están compitiendo para 2018 ha dicho una palabra sobre ello.

Jorge Fernández Menéndez
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