La Revista

Reyes y capitanes o militares y políticos

Pascal Beltrán del Rio
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Por: Pascal Beltrán del Río.

Hace exactamente medio siglo, la escritora británica
Taylor Caldwell publicó su novela con el título parafraseado arriba. Lo traigo
a la memoria, porque siempre he creído que la política y la milicia no son un
buen ensamble. Es un juego “todos-pierden”.

Hay un teorema de la contaminación política que se
enuncia con un ejemplo: si mezclamos un litro de agua limpia con un litro de
agua puerca, obtendremos dos litros de agua contaminada y no de agua pura. La
mugre siempre vence a la pureza y nunca sucede a la inversa.

Por eso, desde hace muchos años me ha preocupado que
pudiera contaminarse el ejercicio de la milicia disciplinada con la práctica de
la burocracia política. Por encima de la pesadumbre de que se militarice la
vida de la sociedad, debe estar, me parece, la de que se socialice la vida de
la milicia. Este temor no es tan sólo mío ni resulta novedoso. Fueron
precisamente los líderes militares los que apartaron a los ejércitos del mundo
de la política y del gobierno. En el caso de México, me refiero en
concreto a Lázaro Cárdenas y Manuel
Ávila Camacho.

Para ello, instalaron varios candados destinados no
sólo a evitar que los militares se metieran en lo civil, sino a que los civiles
se metieran en lo militar. Como primer candado, en el PRI fue eliminado el
sector militar, con lo cual el instituto armado quedaba formalmente fuera del
instituto político.

El segundo candado, que eso no impedía que algunos
militares, en lo individual, siguieran en la participación partidista y algunos
incluso se desempeñaran como presidentes del partido, como lo fueron Gabriel
Leyva, Rodolfo Sánchez Taboada, Agustín Olachea y Alfonso Corona del Rosal, por
mencionar a algunos.

El tercer candado, los repartos corporativos que
permitieron la cuota militar, perfectamente definida y dosificada. Dos curules
de diputados, dos escaños senatoriales, dos sitiales de ministro judicial y dos
gubernaturas. Pero muy importante es que eran ocupados por quienes decidiera el
alto mando castrense y sin gestión de los interesados.

El cuarto estableció reglas crípticas, pero bien
cumplidas, para la designación de los secretarios de la Defensa y de la Marina,
sin que ellos anduvieran de ofrecidos ni de trepadores.

El quinto, que ningún civil ocupara esas secretarías,
no obstante que no existe impedimento constitucional para los civiles.

El sexto candado, que ningún civil ocupara puestos de
mando dentro de las instituciones militares.

El séptimo y último candado, que ningún militar
aspirara ni contendiera por la Presidencia de la República, quedando esto
prohibido constitucional y políticamente.

Dentro de este escenario regulatorio, había algunas
reglas que no constituían excepción, sino especialidad. Por ejemplo, que la
policía capitalina estuviera presidida por un militar, por razones simbólicas
de que la sede de los poderes tuviera una fuerza armada de lealtad militar y no
simplemente policial. Hasta allí este código no escrito, pero fielmente
cumplido.

Vale aclarar que esto no se alteró cuando las Fuerzas
Armadas empezaron a participar en la erradicación de plantíos de droga. En
realidad, no se trataba de una tarea contra el narcotráfico, sino de una labor
de seguridad nacional. Era un patrullaje de las sierras guerrilleras con
disfraz de jardinería. Nadie protestó porque no se supieron los verdaderos
propósitos.

Así transcurrió la vida hasta que un día un jefe de la
procuración de justicia de una entidad federativa solicitó al secretario de la
Defensa Nacional que le comisionara a un militar de alto grado para dirigir la
Policía Judicial. El experimento les resultó muy exitoso y muy limpio. Quizá
por esto, otros fiscales quisieron imitarlo, pero los resultados fueron
catastróficos. Muchos militares se contraminaron en las cloacas policiales y
terminaron en las cárceles de alta seguridad.

Porque no es lo mismo perseguir homicidios y
violaciones, delitos que no producen riqueza, que atender aduanas, puertos y
delitos de oro, donde se generan los grandes tesoros.

Ése es el gran riesgo, fuente de mis temores: que las
Fuerzas Armadas, tan llenas de honor y de respeto, terminen embarradas,
enjauladas o enterradas.

Pascal Beltrán del Rio
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