La Revista

Salvador

Adolfo Calderón Sabido
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Encontré a Yucatán en plena servidumbre, miles de desgraciados por cul­pa de instituciones tradicionales y de vicios sociales tan fuerte­mente enraizados que parecían indestructibles, languidecían de generación en generación, con la vida vendida a los amos, con el músculo relajado en enriquecer a la casta de los señores, con el alma y la conciencia sujetas al hierro invisible de una amarga esclavitud, en la cual habían aprendido de padres a hijos, que no podrían tener otro sueño de alegría que el del alcohol, ni otra esperanza que la muerte. Encontré en mi actuación revolucio­naria en Yucatán que la riqueza de aquel pueblo bueno y fuer­te, hecho para mejores destinos, no tenía otro fundamento ni otro origen que el trabajo del indio, sobre su miseria y sobre su ignorancia, que los convertía en máquina de labor, se habían levantado fabulosos capitales y se habían labrado fortunas de príncipes”.[1]

Mérida
es una tierra pedregosa habitada
por
mitos, montes
de
colores
sutiles. Un
viejo
afirma
que
esta
tierra
está
poblada
de
fantasmas
enanos, que durante la noche jalan los cabellos de los durmientes, dice
que sus
voces
cantan
y
llaman a los niños.
Llegan
incorpóreos
y
una
vez
lejos,
adquieren
forma
y
cruzan
con
velocidad
los
montes.

Es
un
pueblo
de
hombres
y
mujeres
con
salario
al
ras
de
la
tierra
y
que
trabajan
sólo
para
comer.
Es
también
la
humillación
de
los
extraños,
de
los
que
no
nacen
en
este
suelo.
Todo
está
escrito
en
esas
ruinas
silenciosas,
en
los
miles
de
kilómetros
extendidos.
Hay
que
tener
esto
claro,
para
poder
andar
en
estos senderos. Mérida
es
misteriosa
como
una
mujer
en
vilo.

Al llegar a una reunión a Palacio de Gobierno, un centenar de personas ya me esperan. El salón es rectangular, adornado con una decoración sobria, la luz de la mañana se cuela por los balcones que dan a la Catedral. A un costado, sobre el piso, descansan los instrumentos musicales de lo que parece ser una orquesta. Laureana llega acompañada de un hombre mayor ¿Será su padre? Caminan hacia los asientos que les asignaron. Lo cierto es que a ella la vi por vez primera apenas una semana atrás. Ahora la miro recorrer el salón hasta llegar a su lugar. Una señora sentada a su costado le da un beso ligero en la mejilla.

En la reunión escucho disertaciones que hablan de una sociedad idílica, muy lejos de la realidad cruda que vive Yucatán. Mientras camino hacia la tribuna para pronunciar mi discurso no evito pensar en el extraño optimismo de los yucatecos.

Esta labor interesa y garantiza a todos, pobres o ricos, obreros o propietarios, profesionales o analfabetas; a los que por error hayan apoyado la rebelión Argumedista: tienen la garantía de que conservarán sus propiedades y su vida. Pero si de nuevo intentaran alguna rebelión, no dudaremos ni un segundo en usar las armas. Todos están invitados a formar parte en la transformación de Yucatán.

La miro regalar sonrisas y estrechar manos. La música de la orquesta ha iniciado, otorgándole al espacio un ambiente armónico. Laureana camina hacia un costado del salón atravesando la sala con pasos de desidia como si no le importara nada. La sorprendo mirarme de reojo y me acerco. Reconozco un aroma cítrico en su perfume. Miro su rostro delgado, el cabello corto, el fleco desordenado que le cubre la frente, sus ojos perfectamente redondos y cercados de pestañas obscuras. Sonrío y le estrecho la mano: mi nombre es Salvador. Mucho gusto. Me responde en tono seco y franco: todos sabemos quién es usted. Divertido le pregunto: ¿y se puede saber quién dicen que soy? Sus ojos voltean al salón recorriendo a la
multitud. Se lleva la mano a la boca como para decirme en secreto: que usted es un ateo comecuras. Eso es mentira, le respondo. Y continúo: lo cierto es que no creo que exista un dios que nunca se haya enamorado de una mujer. Ella revira la conversación: si usted hace la mitad de lo que dijo en su discurso, a Yucatán le ira muy bien.

En casa por la noche, abro la puerta de mi cuarto y pienso en ella: Laureana. Camino hacia el escritorio, a un costado de la cama, para escribir los pendientes del día siguiente. Vuelvo al recuerdo, a la irreverencia de sus palabras: ateo comecuras. Me acuesto en la cama, listo para dormir, pensando en el valor de Laureana, en su entereza acaso más firme que la de muchos de los hombres que estuvieron en la reunión.

[1] Mi actuación
revolucionaria en Yucatán. Salvador Alvarado.

Adolfo Calderón Sabido
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