Por Adolfo Calderón Sabido
Encontré a Yucatán en plena servidumbre, miles de desgraciados por cul¬pa de instituciones tradicionales y de vicios sociales tan fuerte¬mente enraizados que parecían indestructibles, languidecían de generación en generación, con la vida vendida a los amos, con el músculo relajado en enriquecer a la casta de los señores, con el alma y la conciencia sujetas al hierro invisible de una amarga esclavitud, en la cual habían aprendido de padres a hijos, que no podrían tener otro sueño de alegría que el del alcohol, ni otra esperanza que la muerte. Encontré en mi actuación revolucio¬naria en Yucatán que la riqueza de aquel pueblo bueno y fuer¬te, hecho para mejores destinos, no tenía otro fundamento ni otro origen que el trabajo del indio, sobre su miseria y sobre su ignorancia, que los convertía en máquina de labor, se habían levantado fabulosos capitales y se habían labrado fortunas de príncipes”.
Mérida es una tierra pedregosa habitada por mitos, montes de colores sutiles. Un viejo afirma que esta tierra está poblada de fantasmas enanos, que durante la noche jalan los cabellos de los durmientes, dice
que sus voces cantan y llaman a los niños. Llegan incorpóreos y una vez lejos, adquieren forma y cruzan con velocidad los montes.
Es un pueblo de hombres y mujeres con salario al ras de la tierra y que trabajan sólo para comer. Es también la humillación de los extraños, de los que no nacen en este suelo. Todo está escrito en esas ruinas silenciosas, en los miles de kilómetros extendidos. Hay que tener esto claro, para poder andar en estos senderos. Mérida es misteriosa como una mujer en vilo.
Al llegar a una reunión a Palacio de Gobierno, un centenar de personas ya me esperan. El salón es rectangular, adornado con una decoración sobria, la luz de la mañana se cuela por los balcones que dan a la Catedral. A un costado, sobre el piso, descansan los instrumentos musicales de lo que parece ser una orquesta. Laureana llega acompañada de un hombre mayor ¿Será su padre? Caminan hacia los asientos que les asignaron. Lo cierto es que a ella la vi por vez primera apenas una semana atrás. Ahora la miro recorrer el salón hasta llegar a su lugar. Una señora sentada a su costado le da un beso ligero en la mejilla.
En la reunión escucho disertaciones que hablan de una sociedad idílica, muy lejos de la realidad cruda que vive Yucatán. Mientras camino hacia la tribuna para pronunciar mi discurso no evito pensar en el extraño optimismo de los yucatecos.
Esta labor interesa y garantiza a todos, pobres o ricos, obreros o propietarios, profesionales o analfabetas; a los que por error hayan apoyado la rebelión Argumedista: tienen la garantía de que conservarán sus propiedades y su vida. Pero si de nuevo intentaran alguna rebelión, no dudaremos ni un segundo en usar las armas. Todos están invitados a formar parte en la transformación de Yucatán.
La miro regalar sonrisas y estrechar manos. La música de la orquesta ha iniciado, otorgándole al espacio un ambiente armónico. Laureana camina hacia un costado del salón atravesando la sala con pasos de desidia como si no le importara nada. La sorprendo mirarme de reojo y me acerco. Reconozco un aroma cítrico en su perfume. Miro su rostro delgado, el cabello corto, el fleco desordenado que le cubre la frente, sus ojos perfectamente redondos y cercados de pestañas obscuras. Sonrío y le estrecho la mano: mi nombre es Salvador. Mucho gusto. Me responde en tono seco y franco: todos sabemos quién es usted. Divertido le pregunto: ¿y se puede saber quién dicen que soy? Sus ojos voltean al salón recorriendo a la multitud. Se lleva la mano a la boca como para decirme en secreto: que usted es un ateo comecuras. Eso es mentira, le respondo. Y continúo: lo cierto es que no creo que exista un dios que nunca se haya enamorado de una mujer. Ella revira la conversación: si usted hace la mitad de lo que dijo en su discurso, a Yucatán le ira muy bien.
En casa por la noche, abro la puerta de mi cuarto y pienso en ella: Laureana. Camino hacia el escritorio, a un costado de la cama, para escribir los pendientes del día siguiente. Vuelvo al recuerdo, a la irreverencia de sus palabras: ateo comecuras. Me acuesto en la cama, listo para dormir, pensando en el valor de Laureana, en su entereza acaso más firme que la de muchos de los hombres que estuvieron en la reunión.